La primera cosa bella

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Tiene la capacidad cierto tipo de melodrama italiano anclado en las relaciones paterno-filiales y la tierra amada (o desamada) de apretujar el pecho por obra de identificación, al conminarnos a recorrer la vida de personajes que acaso sean hasta un poco de nosotros mismos, mediante relámpagos de recuerdos sembrados a las zonas más dolorosas del alma; al incitarnos a corroborar cuánta razón existe en el Ecliesastés (“Vanidad de vanidades” es el hombre; “polvo en el viento” traduciría Kansas su fugacidad); al (re) comprender que la experiencia del pesar siempre irá aparejada al pasajero andar del ser humano, no importa cuán feliz pudiere verse, o considerarse serlo, alguna vez en su eterna representación dentro del ágora erigida entre el balbucear y el morir .

En La primera cosa bella, película de confesos tintes autobiográficos, el director Paolo Virzi se remite a sus raíces y evocaciones vitales para tramar este relato agridulce (mucho más agri) arrancado en la provinciana y obrera Liorna -Livorno- de 1971, donde hacen su vida los Michelucci: él un carabinero complejista e insensible, ella una bella joven ganadora del concurso de belleza local e incomprendida madre. Los dos chiquillos de ambos en el blanco de volcán emotivo a los bordes de erupcionar, que estalla cierta noche cuando el pobre tipo los expulsa de casa. Decisión tomada gracias a la más lerda e ingenua causa, la cual los hijos, Bruno y Valeria, solo conocerán ya maduros, frustrados e infelices, cuando ningún bien vendría a reportarle. Quizá solo entender cómo a la larga la estulticia humana determinó una vida cuasi nómada, de llanto en silencio, amantes interrumpidos y pisotones de los hombres para la mamma: esa Anna que acude a Nicola di Bari para animar a los niños en medio de la calamidad: (“La prima cosa bella/ che ho avuto dalla vita/ e` il tuo sorriso giovane, sei tu“, que en castellano sería algo así como ” La primera cosa bella que he recibido de la vida es tu sonrisa joven, eres tú“). De ahí el título del largometraje.

Mas, no importa cuánto ella haga por alegrarlos; no le valdrán canciones ni otros métodos, le será imposible. Parafraseando a un colega de Virzi, cuando embarga la tristeza ya no puedes esconderte. A pagar la escena en la cual el ya cuarentón Bruno le pregunta a la Anna, vieja y enferma terminal: ¿Por qué soy tan infeliz? Virzi ha sostenido en entrevistas que es de sus preferidas y no le falta razón, puesto que como la ve quien firma no representa verbalización subrayada del estado anímico permanente del protagonista masculino sino la auto-constatación por parte de un ser humano de cómo el pasado le derruyó el virtual cimiento de cualquier distensión existencial.

Ya desde Ovosodo (Premio Especial del Jurado en Venecia ´97) comenzamos a intuir que este realizador sabría trabajar con las emociones en una cuerda intermedia planteada entre la remembranza de algún amarcordiano Fellini o un Scola de último tramo y los pulsos diferentísimos y la vez hermanados por cierto inefable hálito mediterráneo-peninsular de un Tornatore y un Giordana. El género de La primera cosa bella se presta para ello e incluso para abusar de su empleo, lo más común en este tipo de apuestas. Sin embargo, Virzi no manipula ni chantajea emocionalmente al espectador, ni le exprime las narices o enrojece los ojos. Los personajes se expresan, o no -como ese Bruno a quien ni cien anzuelos le sacan tres palabras-, y van punteando los hilos del drama contado, sin demasiado barroquismo sentimental en el ribeteo. Además, el director de Caterina se va a Roma no recarga ninguna acción ni tiempo histórico, trabaja con varios planos narrativos que le confieren movilidad o soltura, yuxtapone escenas de lancinante visión con otras más ligeras y descondensa la diégesis de forma eventual mediante recursos propios de esa “commedia all’italiana”, la cual pretende homenajear a través de varias situaciones (aunque sin mucho brillo y tampoco sin mucha razón dramática estas, la verdad sea dicha). No en balde la Anna anciana es encarnada por Stefanía Sandrelli, musa de aquel cine, objeto del deseo de Mastroianni y millones de su sexo que nos pusimos en su piel.

Pieza de cuidado diseño de producción -destaca el fiel concepto para asumir el universo de los ´70-, sus tonos sepias a la hora de plasmar el pasado recuerdan a Baaría y varias películas italianas, como esta Anna golpeada por el azar pero con el paso al frente evoca a tantas figuras femeninas de fuerte carácter que habitaron dicha pantalla, pletórica de ellas. Su interpretación le valió, de forma harto merecida, el Premio David di Donatello a Micaella Ramazzotti e igual recompensa a Valerio Mastandrea, como Bruno. Italiana hasta los tuétanos, hay mucho cine nacional visto por Virzi transfigurado en estas imágenes, desde la siega de arroces amargos hasta la época de los padres patrones y las comedias de los ´60-`70, con el bien citado Dino Risi a la cabeza. Su película tiene de todo esto, pero conserva identidad porque no queda apabullada entre el maremagno referencial. Eso sí, debió peinarla en la edición final. Le sobran bien sus buenos veinte minutos y su acumulación de reiteraciones por momentos suele tornarla tautológica. Nada más a objetarle.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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