La pianista: Haneke en estado puro

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Obra excepcional del austríaco Michael Haneke, La pianista (2001) es una película que se comunica con las sombras del alma en su visión entomológica de las dobleces humanas, de la mentira como instancia de vida y las apariencias; pero además, mediante una manera aterradoramente bella, constata -cual no muchas veces el cine lo había hecho- como la fragilidad de la naturaleza emotiva de algunos seres puede transfigurar su mapa sentimental, conductual y volitivo de la más extrema dureza al más lancinante desamparo, a partir de una vuelta de tuerca existencial forzada, a su pesar, por la propia mano de su inmadurez.

Oscura, incómoda y compleja como es la filmografía completa del autor de Funny games (1997), a esta película basada en una novela de Elfriede Jelinek la puebla un personaje cautivante que pasará a la historia del cine tanto por su delineado psicológico como por la inigualable composición de la actriz francesa Isabelle Huppert. La profesora de piano Erica Kohut, por sí encarnada, para nada desencaja de la línea de personajes perturbadores del cine de Haneke, que van desde el extraño joven grabador de homicidios en Benny´s video (1992) hasta Georges, el ambiguo conductor del programa literario de Caché (2005) y otros tantos no menos conmovedores.

Erika es una maestra experta en música y suspensa en afectos. A su elevada sensibilidad artística se contrapone una manquedad afectiva que la impulsa a mostrar la hosquedad, amargura, frustración sentimental y gelidez que solo podrían caracterizar a una humanidad tan singular cuan solitaria. La exigente profesora de piano que vive en un departamento con su madre en medio de una relación fluctuante entre el amor y el agobio, es tan dura aunque mucho menos bella y joven que la Isapí descrita por Herminio Almendros en Oros Viejos. Está angustiada y resentida de la vida; pero, por arriba de todo, lacerada por ciertas urgencias sexuales que no encuentran —en aliviaderos quizá ni intuidos dada su inexperiencia en las lides del cuerpo y las artes de Venus— algunas de sus varias formas posibles más convencionales de desencadenarse. Erika opta por sufrir y hacer sufrir —en extraña mezcla de flagelación y sadomasoquismo—, a sí misma y a Walter, apuesto alumno que la seduce, al cual ella pretende conducir casi al plano de la esclavización, en juego de roles que se transmutará a través de la historia de forma bien abrupta.

La cámara de Haneke observa este cuadro a través de calculado distanciamiento, y ubica al espectador en la misma posición que el filósofo Spinoza: “No me río ni lloro con las acciones de la gente, sólo aspiro a interpretarlas”. E interpretar a los modos de obrar de Erika pasa por entender la diminuta, a veces evanescente, línea que separa el amor del dolor más profundo, y el deseo carnal del sometimiento o la entrega más irracionales. Erika, pobre gente que llega a lastimar por su frigidez sentimental, sin embargo, resulta reductible a la pasión en esta fábula de orfandades y escondrijos humanos con la cual Haneke, cual suele hacerlo, habla a su vez del frío entorno de las relaciones sociales, la retracción espiritual, el reposicionamiento ético-moral y la sensación de naufragio del individuo en la sociedad europea contemporánea.

Mas, reseñar a La pianista sin hacer punto y aparte para la Huppert rayaría lo herético. Sin dejar de ponderar la composición de Benoit Magimel como Walter (laureado en Cannes, lo mismo que Isabelle, por su interpretación en el filme) el registro de esta actriz inmortal en la obra condensa los precisos requerimientos del personaje de frigidez y ardor, de contención y desborde, de bifurcaciones espirituales…

La preferida de Chabrol logra acá de sus metamorfosis totales y “ese vínculo de hermandad natural entre ella y su doble” que apreciara Serge Toubiana. Suscribiendo sus palabras, no hay violencia ni esfuerzo en la asunción de su rol, puesto que la frontera que la separa del personaje es invisible, y se sitúa casi dentro de la actriz. La apreciación de Toubiana parece hecha profesamente en virtud de su encarnación en La pianista: “Obliga al espectador a mirar el interior del alma, el interior del cuerpo, el interior de los silencios o de los blancos de su interpretación. Si la actriz es quien capta la luz, la de Isabelle está dentro de su ser. Lo que ella le pide al espectador, primero se lo impone evidentemente a sí misma, por lo que sólo acepta un papel cuando se siente capaz de habitarlo, de apropiárselo. Cuerpo y alma. Con Isabelle Huppert, el cine es únicamente misterio. Fiel a su origen mismo…”.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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