La otra guerra

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De los en realidad escasos acercamientos fílmicos o televisivos al tema del bandidismo en el Escambray y la épica de la lucha popular en su contra, El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez, 1973) representa el paradigma primo al evocar la expresión de dicho pasaje histórico en el audiovisual cubano.

La otra guerra (2017), serie televisiva de RTV Comercial al aire, no cuenta ni con la fuerza dramática, la fotografía y la riqueza de registros narrativos, ni con la dirección y el nivel actoral (desigual quizá por las dificultades en la marca/observación de pautas hacia todo el espectro de un reparto muy coralino); ni con la configuración caracterológica u otras virtudes del referido largometraje. No obstante, deviene empeño plausible en el camino de trasuntar a los códigos artísticos ese capítulo inmenso de nuestra historia contemporánea, desde las claves de un no por ortodoxo menos viable modelo representacional, puesto que no solo representa aportación honesta, lúcida y digna dentro de un audiovisual precisado de incrementar —al modo de décadas pretéritas— el género histórico, sino también obra artística muy útil de apreciar por los jóvenes espectadores. Tienen ellos aquí, de forma entretenida, empática, sin patrioterismo ni chovinismo  (el material tampoco se sobrepasa en explicaciones ni subrayados) a nuestra historia al medio, cuan magna es.

Por los siete capítulos vistos de cara a la elaboración de este texto, ya puede colegirse que es la serie de catorce episodios —bajo la dirección de Alberto Luberta Martínez a partir del guion escrito entre él, Eduardo Vázquez Pérez y Yaíma Sotolongo de las Cuevas—, un trabajo correcto, de aceptable empaque formal y solvente factura, cuya temperatura narrativa, a ratos, enardece, por conducto de escenas concebidas con franco dominio de los resortes que conllevan al mantenimiento de la tensión.

Sobresale en tal sentido el registro del bestial asesinato del alfabetizador Conrado Benítez en el mismo episodio piloto: acaso homenaje impensado, o no, al registro análogo relacionado con el fin de Alberto Delgado —administrador de la finca Masinicú, sometido a toda suerte de vejaciones, lacerado y al final colgado de una guásima por la banda de Cheíto León—, expuesto en la antes citada El hombre de Maisinicú. Aquella jauría, bajo órdenes de su “Comandante” —igual que la referida por la óptica de La otra guerra—, participó sin excepción en los golpes, bayonetazos y el ahorcamiento del joven agente de la Seguridad del Estado, quien tanto contribuyó a la desarticulación de las bandas contrarrevolucionarias en el Macizo de Guamuhaya. El infortunio postrero del campesino Eleodoro Rodríguez y, sobre todo, del maestro voluntario Conrado Benítez tras la mutilación genital recibida como testimonio del odio (también del temor) más abisal, resultan definidos en La otra guerra a través de la solución argumental y visual indicadas para reproducir el hecho histórico asida a un plano de irrestricta verosimilitud.

Estas alimañas, financiadas y organizadas por el imperio norteamericano en su afán de derrotar a la Revolución cubana desde sus mismos comienzos, no tenían diques éticos, contenciones morales,  ni escrúpulos de ningún tipo. Eran bestias, solo eso; y es por ello —no en virtud de infértil paternalismo—, que no hemos de recabarle tanto al texto telefictivo ese carácter poliédrico que demanda la configuración de todo buen personaje. En el trabajo de la televisión cubana se hace difícil capturar el posible envés de tales sujetos, puesto que su dimensión monocorde propende a la proyección sistemática hacia un accionar negativo, surgido de la combinación entre maldad e ignorancia. Y como no está el autor de este artículo por el sofisma de lo “políticamente correcto” en el arte audiovisual, no sería su deseo, por ende, el de pedirle a Luberta Martínez algo semejante a lo practicado por Patty Jenkins en Monster (2003) o Nicole Kassell en The Woodsman (2004), en aquellas dos películas de cuerdas inexplicablemente comprensivas con las monstruosidades de sus personajes: una connotada asesina y un pedófilo. Las hienas son hienas, sin aporías.

A resaltar el rigor factual y contextual, el apego a la absoluta verdad de guiones donde el sentido de la espectacularidad nunca supera a la vocación de fidedignidad. La mano en la escritura del historiador Eduardo Vázquez Pérez (Duaba, la odisea del honor), dudas no han de caber, incidió de forma determinante en la conformación de un guion en cuya armadura se involucraron otros expertos e instituciones nacionales, para fortuna del relato.

Bajo el obvio entendido de que no se trata de un producto cinematográfico de alto coste fabricado por la industria hegemónica, y de diferir sobremanera el sello RTV Comercial —en presupuesto u otros recursos— de, verbigracia, el HBO de Juego de tronos (donde un episodio puede frisar los diez millones de dólares), la serie no se abstiene de apuntar, a ratos, hacia una ortografía epopéyica, a esa sintaxis épica que combina en luminoso haz de policromía cinemática combates bien filmados —como Dios mandaba antes: sin apenas efectos especiales, sin el habitual apoyo infográfico del género en Norteamérica hoy día, con actores de carne y hueso—, paisajes de majestuosidad de un entorno como el Macizo de Guamuhaya y el hálito emotivo que suele acompañar a historias tales desde los tiempos de Cecil B. de Mille. Escaramuzas o batallas lejos de la atronante artillería elefantiásica del mainstream, las contiendas de La otra guerra no carecen por ello de menos calibre —al contrario, ganan en legitimidad—; y transcurren con orgánica fluencia.

Las series y películas históricas suelen alcanzar, en ocasiones, un rango de evocación que quizá el más concienzudo libro de historia no pueda garantizar. El Escambray a fuego del bandidismo y la respuesta revolucionaria del primer lustro de los sesentas se hace visible, y creíble, en estos fotogramas del material en agenda por Cubavisión: imágenes tan necesarias como (ojalá) favorecedoras de un tema que en Cuba posee inmarcesible venero para gestionar innumerables relatos destinados a cualquier forma audiovisual.

En la pantalla, sea grande o chica, los géneros extravasan su presumible único foco para comentar o alentar percepciones derivadas de este, con diana hacia otras realidades ideológicas, políticas e históricas. Ello juega desde la ciencia ficción hasta el terror zombie. Y ni de lejos deja de cumplirse el axioma en la comarca de marras, donde la mirada a un pretérito heroico supone forma elocutiva hacia un rastreo político del presente, con advertencia incluida. Las señales de La otra guerra son harto diáfanas en tal sentido. Nuestros abuelos y nuestros padres combatieron, en esta como en otras contiendas también pertinentes de conferirle salvoconducto al cine o a la televisión, contra quienes nos querían anular en tanto proyecto de nación y a nosotros en tanto individualidades adscritas a un credo independentista definido desde el mismo 10 de octubre de 1868. No puede haber paz para los malvados, ni ha de entregarse nunca lo obtenido en el combate; se lucha a muerte por preservarlo, como en el Zanjón, como en el Escambray, como en la historia toda de esta Cuba indoblegable, bien rescatada/recreada/reinterpretada en su dimensión heroica por la nueva teleserie al aire.

6ta 1 del 28, Anteriormente en..., La otra guerra

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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