La más bella y triste de las distopías (+Video)

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Dos expresiones recientes del audiovisual sajón, vertiente post-apocalíptica, fijan su sujeto dramático en el concepto esencial del significado de la paternidad, aun en escenarios futuros sumidos en la desolación en tanto consecuencia de la depredación e incontinencia humanas.

Sea un caso, en la pequeña pantalla, el de See (2019), entre los primeros contenidos fictivos de Apple TV, con muchos más varapalos críticos de los que merece. Serie irregular, a ratos con raptos pueriles y demandante de grandes cuotas de aquiescencia para santificar su ingeniería dramatúrgica (lo cual no es óbice, sin embargo, para desarrollar un argumento subyugante que me hizo convertirla al instante en otro placer culpable), reivindica en su hace poco concluida primera temporada al relieve de la unidad del núcleo hogareño y al hecho cardinal de ser padre, en tanto figura responsabilizada de unir, entender, perdonar, arreglar y defender a la familia.

En tal sentido, resulta el episodio octavo paradigmático. Haniwa y Kofun, sobre todo la primera, entenderán del todo ahora que solo es verdaderamente padre quien permanece al lado de sus hijos en cada una de las circunstancias, quien no los abandona y es capaz de verlos en su interior; aunque incluso esa persona no haya sido bendecida por la capacidad de la visión u otros dones, como el Baba Voss que crió a estos dos muchachos videntes en un mundo de ciegos.

Sea el otro caso el de La luz de mi vida (2019), película independiente dirigida, escrita y protagonizada por Cassey Afleck, la cual puede verse sin contradicción como lo que de verdad, más que describir, es: un relato paterno filial articulado a partir de la cotidiana ofrenda de amor entregada por un padre a su hija, cada día, en un universo ulterior a la hecatombe, donde los segundos se convierten en horas y este personaje vive en permanente desasosiego por esconder y salvar a su pequeña de once años de quienes puedan percatarse de su verdadera identidad sexual. Algo cuyas connotaciones no precisan explicarse en un planeta del todo masculino, despoblado de mujeres a causa de un virus. No podría existir tablero de fondo tan triste (un mundo sin ellas representaría el peor de los caos) para desarrollar historia tan bella.

El padre sabe que hacerla pasar por varón no disimulará su sexo por mucho tiempo a hombres convertidos en carroñeros a la caza de la presa más deseada, lo cual de hecho sucede, dando paso a secuencias de cortante atmósfera de persecución y huida. Mas solo las justas, pues el largometraje va muchísimo menos de explosiones de adrenalina que de lavas subterráneas de ígnea humanidad.

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Filme de supervivencia de vocación intimista, por más que sus detractores se empeñen en apurar vínculos,solo recuerda de forma tangencial a la anterior La carretera, para antes bien colorear su personal paleta de sensibilidad emocional, raras veces constatada en este tipo de cine.

Que la opera prima en la ficción del codirector del falso documental I´m Still There, guionista de Gerry y selectivo intérprete de esas perlas tituladas El asesino dentro de mí, Manchester frente al mar y Una historia de fantasmas va a ser distinta a la mayoría de las de su especie se adivina desde su misma introducción y ese plano cenital fijo de catorce minutos focalizado en el cuento para dormir recreador, a su forma, de los pasajes bíblicos del Arca de Noé, que el personaje central le narra a su retoño. Es probable que el consumidor de productos de fabricación en serie de Hollywood no rebase esta zona.

Habría de perderse entonces la extraordinaria riqueza afectiva de un relato portador de una inusual ternura en el cínico cine de la actualidad, hábil por otra parte para granjearse la anuencia volitiva de quienes ejercemos el oficio supremo de ser padres. La extraordinaria riqueza parabólica de una historia que entroniza al amor y a la educación de los hijos cual instancias máximas de redención, no importa el contexto. La extraordinaria riqueza visual impregnada a sus fotogramas por el director de fotografía australiano Adam Arkapaw (Top of the Lake, True Detective primera temporada, Macbeth) mediante esa lente astuta en configurar una identidad propia al bien capturado, recreado espacio de angustia y hostilidad donde deambulan los dos personajes principales.

La estrenada La luz de mi vida, en fin, brinda la grata sorpresa de poder marcar dimensión diferente, desde la tesitura minimalista de las piezas de cámara, a un subgénero dominado en buena parte hoy día por el ruido y la furia.

Trailer de La luz de mi vida

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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