La incertidumbre termina en el garaje

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Hace dos años aprendí a manejar un motor y aún no he sacado licencia. Es preciso ser un “bárbaro” para conducir, y yo no me creo todavía con semejante arrojo bestial.

Son temerarios muchos conductores y tengo miedo por mí…, de ellos: quienes por viajar en vehículos grandes “te meten el pie” y se roban tu derecho en la vía; o asumen que vas a detenerte y disminuir la velocidad y adelantan, aun cuando de frente se acerca otro vehículo; o responden el teléfono, discuten con el del asiento de al lado, saludan a alguien en la acera, sin prestar la debida atención al timón.

Hace dos años comprendí por qué mi tío Abel me exigía las dos manos al volante —salvo en el cambio de velocidad claro está—, o el temor de aquella tarde de práctica, cuando me descubrí cantando mientras conducía la “Jialing”.

Siempre quise que mi padre me enseñara a manejar el carro, y mis juegos de niña fueron muchas veces medir la distancia de mis pies a los tres pedales o entrenar las miradas por el retrovisor.

Hace dos años comprendí por qué mi madre en su bicicleta sacaba la mano e indicaba las señales, aunque no viniera ningún carro detrás y fuera por una calle poco transitable. Por qué todavía me espera todo el rato en el portal cuando salgo en la “Forever” a buscar a mi sobrino al círculo infantil, distante a casi cuatro kilómetros.

Cuando tomé de veras el timón en mis manos, apenas para aprender a manejar el motor, sentí esa fuerza interior femenina de romper con tabúes machistas que nos impiden ser choferes.

Y hace dos años temo por mi vida cada día, consciente de cómo un casco podrá protegerme de un golpe leve, pero no de un choque brusco con un vehículo a alta velocidad que “se lleva una roja”, como le sucedió recientemente a una colega fallecida en Chambas.

Hay que ser temerario en la carretera, donde la lucha de tamaños sobrepasa la conciencia. Salir ileso es directamente proporcional a las dimensiones, y son peatones, “bicicleteros” y motoristas los de sufrir más probabilidades de daños, y al mismo tiempo, son quienes menos provocan accidentes.

En las cifras drásticas están la transportación masiva privada o estatal de pasajeros, los camiones de carga, los autos modernos o viejos, los cocheros o volantas a oscuras.

Con 27 años tengo más kilómetros recorridos que el “tío Matt el viajero” de los Fraggle Rock y he visto de todo, pero solo desde hace dos años es cuando veo el panorama desde la carretera y no de la acera, a una velocidad similar al resto de los vehículos; cuando intuyo realmente cuán inconscientes son los conductores.

La muerte de un padre y su hijo por esquivar un animal mientras conducían a alta velocidad; los trabajadores de Campismo Popular en la Autopista de Pinar del Río atropellados por el “vikingo” zafado de una rastra; los muertos de aquel viaje fatídico de la ruta Cienfuegos-Santiago de Cuba, son hechos que pudieron evitarse.

No bastan los medios de protección para sentirse seguro, ni cumplir con todas las regulaciones: los demás hacen o deshacen, y no siempre hay un patrullero o “caballito” cerca para, al menos, controlar ese tramo de la carretera.

No basta con incrementar la rigurosidad en la inspección técnica o la aplicación de multas: en esta lucha es imprescindible apelar a la conciencia.

Muchos infringen las leyes del tránsito. Muchos tienen licencia, sí, para violar lo establecido; para provocarme este miedo desde hace dos años, cuando no hay un día que no pida a Dios salir ilesa, en ese viaje de incertidumbres que comienza en la carretera y termina en el garaje.

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Glenda Boza Ibarra

Periodista. Graduada en 2011 en la Universidad de Camagüey.

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