La caída de dos ángeles de la literatura

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“Nadie negará un lugar en nuestra historia, nada más que porque parte de su carrera fue en España, a Alfonso Hernández Catá (1885-1940)”, expresó el investigador Enrique Anderson Imbert en su Historia de la literatura latinoamericana, sobre quien suele ser desplazado de la narrativa cubana, por ciertas señales europeizantes contenidas en sus obras.

Si bien Hernández Catá –escritor, poeta, periodista, dramaturgo y diplomático–, nació en Salamanca, llevó siempre a Cuba en sus venas desde pequeño, y la representó dignamente en los países europeos en los que ejerció servicios diplomáticos.

Sobre su interés en el porvenir de la Isla, llegó a afirmar a su amigo y colega José A. Ramos en una carta: “(…) a fines de agosto saldré para Cuba. ¿A qué? No lo sé. A morir tal vez, y lo digo sin demasiada solemnidad y sin ninguna melancolía (…) Yo ya a lo único que aspiro es a que Cuba recobre bajo no importa cual grupo de hombres, la cohesión social, la disciplina de constancias necesarias para ser un pueblo”.

Desgraciadamente, años después de escritas esas palabras, un trágico accidente aéreo en la bahía de Guanabara se llevó la vida del escritor hispano-cubano, mientras se desempeñaba como embajador de la República en Brasil.

Pareció entonces como si los trágicos desenlaces de algunos relatos suyos hubiesen querido fusionarse con la realidad del prosista.

Y es que en su obra cosmopolita sí podemos apreciar los temas que asumen una estructura de gran tragedia, donde lo universal humano es expuesto en un intento mancomunado por la visibilización. A ello sumémosle las ansias por situar la creación por encima de las meras fronteras geográficas o políticas.

Entre los textos memorables con esos rasgos sobresalen Los frutos ácidos (1915), El placer de sufrir (1921), El bebedor de lágrimas (1926) o El ángel de Sodoma (1928), por solo mencionar algunos.

Es el último de los títulos citados, quizás, por el que más recordamos al escritor, debido, en esencia, al intento casi obvio de Hernández Catá por provocar en los lectores un efecto trágico, a partir de un tópico escabroso para la época: la homosexualidad.

El ángel de Sodoma, editada por primera vez en 2009 acá, con excelente prólogo de Cira Romero, “trata con valentía un tema tabú en aquellos años: el del homosexual reprimido y cercado por la sociedad, estigmatizado por ella y cuyo camino fue el suicidio”.

Un cuadro narrativo jalonado en cada vértice por José María, Jaime, Amparo  e Isabel Luisa; huérfanos de la estirpe Vélez-Gomara, familia de bien y abolengo sumida pronto en la decadencia aludida por el narrador omnisciente: “La caída de cualquier construcción material o espiritual mantenida en alto varios siglos constituye siempre un espectáculo patético”.

Catá –amante de las antítesis–, coloca en su protagonista José María lo evidentemente trágico en la novela, quien en virtud de primogénito de la familia, debió heredar los atributos del padre. Llegado a un punto en el que se ve incapaz de asumir ese rol, debido a sus constantes autorrecriminaciones, y a los estigmas sociales, este personaje masculino camina poco a poco por la vereda tolstoyana de Ana Karénina, con esfuerzo y alma.

Como su autor, el héroe/antihéroe de esta rica novela en símbolos, alegorías e intertextos, cae estrepitosamente, esta vez no de un avión sino del quebradizo pedestal hipócrita en el que se desenvuelven los hechos de la trama, trazados con toda la intención de denunciar emblemáticamente y realzar una lucha eterna por los derechos humanos.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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