José Martí: las piedras de Dos Ríos

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Sobre el mediodía comenzaron los disparos. El Generalísimo Máximo Gómez y Bartolomé Masó salieron a la carga, seguidos por sus hombres, a la espera de un rápido desenlace. Esta vez no habían escogido el terreno —habría sido preferible un lugar alejado de allí, que facilitara maniobrar a la caballería— y tampoco la tropa tenía el fogueo necesario. El cruce del crecido Contramaestre empeoró la ya menguada organización del grupo; pero aún se confiaba en la victoria.

A cierta distancia del enemigo Gómez le instruyó, casi le ordenó al Delegado y también General del Ejército Libertador —grados que él mismo le otorgara— quedarse detrás. Aquel no era su lugar, le apremió. Pero “el hombre de actos solo respeta al hombre de actos (…) ¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería! y morir, para que la respeten los que saben morir”, había dicho el Apóstol en uno de sus discursos conmemorativos por el 10 de Octubre —este pronunciado en 1890— y en consecuencia actuó.

“¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería!”. Una cruz de caguairán construida por José Rosalía Pacheco señaló después el sitio exacto de la caída de José Martí. El de aquel 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, lugar donde el Cauto busca al Contramaestre, no fue un combate digno de tamaña pérdida; apenas escaramuza, un encontronazo, magnificado luego por la inteligencia española y la nefasta repercusión para la causa cubana. /Oleo sobre tela (1990) del pintor matancero Ernesto García Peña
“¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería!”. Una cruz de caguairán construida por José Rosalía Pacheco señaló después el sitio exacto de la caída de José Martí. El de aquel 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, lugar donde el Cauto busca al Contramaestre, no fue un combate digno de tamaña pérdida; apenas escaramuza, un encontronazo, magnificado luego por la inteligencia española y la nefasta repercusión para la causa cubana. /Oleo sobre tela (1990) del pintor matancero Ernesto García Peña

Permaneció allí. Un accidente del terreno, una hondonada, explicaría después su compañero de desgracias el subteniente Ángel de la Guardia, los colocó a la derecha de las fuerzas criollas, apenas a unos 50 metros del General en Jefe de las armas cubanas, ya en batida contra la defensa española. Y quizá buscando aproximarse al escenario de lucha hicieron blanco perfecto para la avanzada enemiga, escondida en unos hierbazales.

Atado al cuello con un cordón, en su revolver Colt con empuñadura de nácar —regalo de Panchito Gómez Toro— no faltaba ni un cartucho. En cambio recibió tres: en el muslo, otro en el cuello y en el pecho. A pesar de las contradictorias y hasta contrapuestas versiones sobre el deceso, la mayoría coincide en darle el único consuelo a la catástrofe: muerte instantánea. Al caer de Baconao, el artífice de la unidad independentista vestía saco negro, pantalón claro, sombrero de castor y borceguíes negros.

Los intentos de rescate aumentaron luego la frustración de la pérdida. Imposibilitado desde las armas, recurrió Gómez a la diplomacia, incluso a la súplica: “En el combate que sostuvimos ayer, hemos sufrido una baja sensible, la del señor José Martí (…) en vano nos tiramos más de una vez encima de vuestras filas para descubrir su cadáver, y no viendo nada, pensamos, entonces, que, sano o herido, se había extraviado por allí mismo en la confusión de la pelea. No le hemos podido encontrar al fin, y confiando en la hidalguía y caballerosidad de usted, (…) para saber (…) si el señor Martí está en su poder, herido, y cuál sea su estado, o si muerto, donde han quedado depositados sus restos”, escribiría al mismísimo Coronel José Ximénez de Sandoval y Bellange.

Como Apóstol, un tortuoso vía crucis signaría el traslado de sus restos hasta morada definitiva: entierro apurado, una exhumación posterior para reconfirmar su identidad, el custodiado trayecto (más de 600 efectivos peninsulares) hasta Santiago de Cuba bajo el continuo asedio de las fuerzas de Quintín Banderas en misión de rescate… Cuatro largos días, conducido primero “a la americana”, como un bulto sobre el caballo y tirado en cada parada de descanso, y después en un rústico ataúd.

Pero incluso el rival ponderaba su valía: “Ante el cadáver de lo que fue en vida José Martí y en carencia absoluta de quien ante su cadáver pronuncie las frases que la costumbre ha hecho de rúbrica, suplico a ustedes no vean en el que a nuestra vista está al enemigo y sí al cadáver del hombre que las luchas de la política colocaron ante los soldados españoles”, diría Ximénez de Sandoval, hermanado a él por la masonería, como despedida de duelo. “Su arrojo y valentía, así como el entusiasmo de sus ideales, le colocó frente a mis soldados y más cerca de las bayonetas de lo que su elevada jerarquía correspondiera, pues no debió nunca exponerse a perder la vida de aquel modo, por su representación en la causa cubana, por los que de él dependían (…)”, escribiría más tarde, ya finalizada la guerra.

En julio de 1896, concluida la invasión a Occidente, Máximo Gómez volvió a Dos Ríos. De las proximidades del Contramaestre recogió unas piedras y las colocó alrededor de la rústica cruz de caguairán. Sus hombres lo imitaron. Un mes después se encontró allí con Calixto García y las fuerzas a su mando. Ambos generales ordenaron que cada hombre volviera a recoger una piedra y la depositara sobre las que ya marcaban el sitio de la caída del Apóstol.

Todo cubano que ame a su patria y sepa respetar la memoria de Martí, debe dejar siempre que pase por aquí, una piedra”, sentenció Gómez.

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Darilys Reyes Sánchez

Licenciada en Periodismo. Graduada en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas en 2009

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