John Wayne: el mito del “gran héroe americano” (II Parte y final)

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Es que Marion Michael Morrison (verdadero nombre del actor) tenía pinta de héroe desde que era un mozalbete. Quizá la hidalguía de su porte, su alta estatura -de adulto llegó a 1,93-, o probablemente su dominio del fútbol en el campo deportivo de la University of Southern California, convenciera al astro del cine mudo Tom Mix , quien filmaba cerca de allí, para ofrecerle un empleo en el floreciente negocio. Algunas buenas lenguas aseguran que lo hizo a cambio de unos boletos para un partido.

Pese a este golpe de suerte, la buena fortuna no le sonrió durante sus comienzos al Duque -como es sabido, solía llamársele así desde pequeño porque andaba por lo general en compañía de un perro nombrado de ese modo-. La gran jornada (1930), western épico sonorizado de Raoul Walsh, supuso el abandono de su etapa inicial de extra y secundario, al constituir el primer protagónico del intérprete en ciernes, si bien devino soberano fracaso taquillero. Walsh, no más ver al espigado y joven actor que le presentara John Ford, había confiado en él, y fue quien le propuso cambiarse el nombre, se cuenta, como tributo al general de la guerra de independencia contra los ingleses, “El Loco” Anthony Wayne.

Casi toda la década del ’30 se la pasó Wayne descuartizando apaches y pieles rojas en westerns de serie B antes que uno de los maestros indiscutibles del género, John Ford, lo convocase para su clásico La diligencia (1939). John Wayne comenzará a convertirse en John Wayne a partir de ahora y solo ahora.

Su Ringo Kid de esta obra marca el inicio del dúo John-John, como se bautizara a la dupla más famosa del oeste.

La diligencia, hito del western en el cual el género se robustece al serle incorporado a sus elementos clásicos de los tiros y persecuciones a caballo, un componente moral, psicológico y social, ve aparecer en aquellos nunca olvidables planos de Ford a un hombre que sería la figura antonomásica del oeste, el género del movimiento, “el del cine por excelencia”, como lo considerase André Bazin.

La relación con el grandioso Ford de manera indudable consolidó el prestigio de Wayne, tanto entre los actores como en la industria en general. Fue tan estrecha la camaradería entre ambos hombres, que cuando el segundo dirigía su primera cinta –El Álamo (1960)-, Ford se le aparecía en el set de rodaje, comenzaba a dar órdenes como si fuera el realizador, y Wayne lo dejaba hacer sin darle el mínimo reproche. A Ford aquel western épico le pareció una película colosal “la más grande jamás filmada”, sin importarle su imponente carga de patrioterismo.

Wayne lo había conocido en la década de los veintes, cuando le cuidaba unas ocas para cierto pasaje de Madre mía (1928). Dicen que sucedió un incidente muy gracioso: al soltar Wayne las aves creyendo que la escena había concluido cayó en cuenta de lo contrario, y entonces puso una desconcertada cara de espanto que increíblemente maravilló al hosco Ford, un tipo que discutió con muchos, le soportó un puñetazo en pleno rostro a Henry Fonda, pero que nunca se enemistó con el eterno amigo.

Quizá lo explique el argumento real que Wayne solía cultivar sus amistades, poseía un especial sentido del humor y compartía con muchos de sus compañeros del giro fílmico la atracción por el whisky y el cigarro.

El binomio de las dos J terminó veinte películas entre las que se incluyen Fort Apache (1948), La legión invencible (1949), Río Grande (1950), El hombre tranquilo (1952), Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), el último gran western clásico, que de algún modo finaliza una manera, un concepto, un estilo de asumir el género y a sus héroes míticos. De manera que a Wayne le cabe el honor de haber intervenido, junto a Ford, en las dos cintas que definen la entrada a nuevos cauces dramáticos, expresivos y conceptuales del oeste: La diligencia y El hombre que

Pero también tuvo la dicha de realizar cinco filmes con otro genio de la época dorada de Hollywood, como Howard Hawks. Un cineasta que, de la misma manera que Ford, era dueño de un muy buen ojo clínico para detectar a actores y luego conducirlos a un decoroso desempeño. Es por eso que no resulta fácilmente explicable que el mediano Wayne los atrajera tanto, como igual hiciera con Henry Hathaway, Michael Curtiz, William Wellman, Edward Dmytrik, Raoul Walsh, Mervyn LeRoy, Nicholas Ray y hasta Cecil B. De Mille.

El actor era competente hasta un punto, más que nada funcional, pero su variedad de registros no superaba la gama elemental. Aunque, mirándolo bien, quizá no le hiciera mucha falta, toda vez que Wayne siempre fue Wayne, repitió el mismo personaje hasta la saciedad y logró especializarse en hacer de sí mismo.

Por su registro en El conquistador de Mongolia (1956) recibió el Golden Turkey Award por la peor actuación del año.

Los críticos nunca lo miraron bien del todo, no obstante que puntualmente llegara a tenerlos bajo su poderoso influjo también. En su reseña del magnífico western de interior de Hawks, Río Bravo (1959), compilada en Un oficio del siglo XX, Guillermo Cabrera Infante opina: “(…) él es el vaquero por excelencia y después de Gary Cooper no hay quien le saque ventaja con su lenta voz, su andar acompasado y su displicencia por la vida: en Río Bravo Wayne ha actuado con una facilidad que hace años que el cronista no le veía: la explicación: Wayne estaba molesto porque Dean Martin tenía todas las posibilidades en su rol y porque le habían colocado entre dos cantantes, uno casi retirado, otro ídolo de las pepillas, y se consideraba diezmado, mermada su reputación, y se dedicó a hacer con la punta de lápiz lo que a los otros dos costó Dios y ayuda (…)”.

Con Hawks filmó además, entre otras cinta, El Dorado (1967), suerte de secuela de Río Bravo, donde compone a un amistoso pistolero a sueldo que ayuda al sheriff del pueblo a combatir a una banda de asesinos empeñada en aniquilar a la familia de un honesto granjero; o sea, uno de sus perfiles clásicos en la pantalla, y que tanta magnitud emocional implicara a la hora de hacerse querible ante un respetable identificado con las hazañas de su héroe.

A la altura de este filme, ya al actor se le había diagnosticado un cáncer de pulmón hacía poco más de tres años, pero continuaba bebiendo y fumando sin conferirle mucha importancia. También tenía su propia productora nombrada primeramente Wayne-Felowes, y más tarde Batjac.

Faltaba poco para que obtuviera su primer Oscar por Valor de ley (1969), pues par de décadas atrás no lo consiguió en Las arenas de Iwo Jima, cuando fuera nominado por su rol del sargento Stryker. Es célebre su frase al recibir la estatuilla: “¡Wow¡, si hubiera sabido esto me hubiera puesto el parche en el ojo hace 35 años”. Es que en Valor de ley había interpretado al primer sheriff tuerto de su historia fílmica.

Rememora Pilar Wayne en su libro Duke: Mi vida con John Wayne “que la noche de la ceremonia se encontraba muy nervioso, y se sentía como derrotado”. Debía tenerse en cuenta que competía con Dustin Hoffman y Jon Voigth por la intervención de ambos en un filme tan significativo para la época como Vaquero de medianoche, además de con par de grandes actores del fuelle de Richard Burton y Peter O´Toole.

Escribe la autora: “Se tenía a Wayne como favorito, pero también era cierto que Burton y O’Toole habían sido injustificadamente pasados por alto tantas veces que quizá la Academia podría querer corregir su fallo premiándoles. Entonces, cuando Barbra Streisand subió al escenario, ella anunció lo que se esperaba: ‘… and the winner is…John Wayne’. Duke recibió una estruendosa ovación, besó a Streisand, se quitó una lágrima y pronunció su discurso”.

En dichas palabras, amén de la oración famosa del parche, dijo además: “ (…) Señoras y señores, no soy un extraño en este escenario. He subido y recogido esos maravillosos hombres dorados antes, pero siempre para amigos. Una noche subí dos veces: una para el Almirante John Ford y otra para nuestro querido Gary Cooper. Estuve muy diestro e ingenioso esa noche, pero esta noche no me siento muy hábil, muy ingenioso (…)”.

Wayne se sintió inmensamente feliz con su Oscar ¿acaso pensó no recogerlo nunca?, tanto que lo reprodujo por decenas, y le entregó una copia a todo el equipo que participó en la realización del filme. Esos rasgos típicos de su personalidad contribuyeron a consolidar igualmente su fama de tipo querido por las multitudes.

Casado en tres oportunidades, el viejo león de Iowa y ascendencia irlandesa tuvo siete hijos para llorar su muerte el 11 de junio de 1979, en momentos en que las por si adoradas actrices Mauren O’Haara y Elizabeth Taylor le gestionaban la concesión de la Medalla de Honor del Congreso.

Su larga anatomía fue enterrada en el Pacific View Memorial Park, bajo una lápida sobre la cual puede leerse: “Feo, fuerte y formal”. Hasta el epitafio contribuyó a la prolongación de su mito aun después de la muerte.

Texto publicado originalmente en la revista Cine Cubano.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Un Comentario en “John Wayne: el mito del “gran héroe americano” (II Parte y final)

  • el 11 diciembre, 2017 a las 10:36 am
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    No que Marion es nombre de mujer??? jajajajaja

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