Infiltrados: ópera violenta de la desazón del maestro Scorsese

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Desde Taxi driver, su clásico de los ´70, e incluso otros filmes de la época, el lápiz de Martin Scorsese ya venía punteando, con granito bien negro y subrayado, el mapa configurativo de un Estados Unidos-otro, que no salía en postales turísticas, el cine comercial desfiguraba, la literatura en cierta parte de las casos solo tomaba como tablero donde se movían los personajes de los relatos, y la historia reflejaba de una forma asépticamente elítptica.

Para sopesar con arreglo a la realidad la sedimentación de los esquemas éticos, el acendramiento del sistema de valores de una nación y el punto de incidencia de la violencia dentro del proceso consolidatorio de la estructura clasista y estratificada del concepto social estadounidense, hay que ver, primero -no importa el aspecto cronológico- La edad de la inocencia y Pandillas de Nueva York; y luego El aviador, Toro salvaje, Uno de los nuestros, Casino, la citada Taxi driver, Vidas al límite e Infiltrados (The Departed, 2006).

Suele mencionarse al más completo cineasta norteamericano vivo como imprescindible; pero la anterior es la causa fundamental por la que lo es este señor. Si a premisa semejante se le agrega la extraordinaria capacidad de este hombre para narrar en términos cinematográficos, sincronizar casi a la perfección en su discurso la magnitud determinante del guión con la inserción en su guiñol de personajes de grandes estrellas que nunca lo fueron menos en el sentido glamoroso y nunca lo fueron tanto en su ascensión histriónica; aunado a la verdad permanente -nunca circunstancial- de una hilatura fílmica en total discernimiento del sentido del montaje en tanto instancia expresiva per se, y el sentido operístico de concebir el elemento de la acción dentro de una puesta en escena realzada al conseguir siempre un tono único del cineasta, resultará comprensible entonces que una de sus películas pueda convertirse sin vacilación en el cocimiento mágico que despabile de la depresión de estos sosos tiempos de la pantalla al verdadero cinéfilo.

Pensada durante al menos par de años por Scorsese, Infiltrados, cuya inspiración tangencial dependió de un taquillero filme de acción hongkoneano, es una historia de dobles agentes en los mundos de la policía y la mafia. La trama ahora, de modo inusual en su filmografía, no remite a la dimensión espacial neoyorkina ni a los gángsteres italianos; transcurre en Boston y el clan es irlandés, como el de Estado de gracia, de Phil Janou.

El capomafia Costello (Jack Nicholson) cultiva en invernadero desde niño a Colin (Matt Damon), una inversión humana que formará e infiltrará en la policía; mientras que los uniformados harán lo mismo con Billy (Leonardo DiCaprio).

De cómo el par de talentosos jóvenes interactuarán sin saberlo hasta llegado el momento en que ambos impondrán una cacería desenfrenada por desenmascararse uno a otro, siempre con la sombra satánica de Costello modulando el cauce del relato, pende el guión de William Monahan para este desbordante drama de acción, construido con asombrosa precisión y grácil claridad narrativa por un director en absoluto dominio de sus facultades a mitad de sus sesentas.

Respaldado como siempre en las últimas décadas por sus incondicionales Michael Balhaus, en la fotografía, y Thelma Shoonmaker, en la edición, el realizador orquesta una obra fílmica que juega de forma solvente con el tiempo y halla tanto en los rictus seminvisibles como en las expresiones corporales, faciales de sus protagonistas un testimonio del hervidero sentimental y emocional donde están sumergidos; en tal sentido es capaz de extraerle a DiCaprio y Damon viscerales composiciones de tensión acumulada, energía, presión y furia contenidas, al tiempo que confiere a Nicholson la potestad para crear una figura diabólicamente cercana.

Martin le permitió improvisar en casi todas sus escenas y el mítico actor se aprovechó para, independientemente de sus manías y tics, labrar un siniestro y a la vez lúdico criminal que hipnotiza al espectador tanto por ello como por su impredicibilidad.

De las obsesiones eternas de Scorsese (la culpa, la redención, el pecado, la religión, la familia…) la que más cobra auge en el filme es la de la muerte. Infiltrados es una experiencia fílmica marcada por un elemento trágico que, todo apunta a indicarlo, parece constituir la única salida posible que un creador, pesimista como nunca antes, le otorga a seres destinados a la perdición en un entorno desesperanzador donde se desdibujan las márgenes de los conceptos binarios del bien y el mal, o se difuminan los bordes de la ética y naufraga la humanidad, la confianza en el hombre, la verdad.

Infiltrados (que bien pudo llamarse Los mentirosos, pues casi todos lo hacen) pudiera representar una metáfora de la paranoia imperial que halla su asidero ¿moral¿ o sujeto de dominación precisamente en el engaño; o en todo caso quizá le sirve a Scorsese para vehiculizar su preocupación ante un orden de cosas signado por la opresión, la asfixia y el agobio.

La película termina con una rata paseándose por el borde de un ático de ricos, y comienza -en medio de una introducción en off que alude a lo que el realizador considera una especie de mundo perdido de la inocencia, los valores, los credos- con esta frase: “Antes teníamos la Iglesia, que era una forma de tenernos a nosotros”. Eso, antes de sumergirse en un desarrollo conflictual que a las claras dice que ahora ya no se tiene nada.

La obra expresa sin cortapisas que han sido cortadas las balaustradas morales; suprimidos los referentes clásicos ante el predominio de la incertidumbre. Scorsese, sometido al influjo de tiempos de locura, inquietud y pavor, oprime con fuerza la tecla de la opresión, y le sale una pieza desgarrante, con motivos para angustiar.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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