Iconoclasta ejercicio fílmico

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No es retrógrado, sino consecuente con un arte que cuenta en las ensoñaciones humanas prefiguradas a través de la imagen una de sus bazas, que todavía existan cineastas interesados en pulsar las cuerdas fílmicas donde lo surrealista, lo onírico y la metáfora se convoquen en el afán de escrutar los entresijos de la mente a partir de agudas representaciones simbólicas de la naturaleza de nuestra especie.

Eso, si bien pautado como un summum demasiado asido al comportamiento, visto desde un punto de vista terapéutico, ya está desde del cine psicológico referencial (pensemos por ejemplo en David y Lisa, dirigida por Frank Perry en 1962); nunca sería expresado de mejor grado que con el rango de imbricación e imantación de las poéticas de grandes creadores de la pantalla, hoy día imprescindibles todavía aunque hayan pasado décadas de sus obras magnas.

No puede entenderse, no puede pensarse siquiera una película como Madre (Darren Aronovsky, 2017) sin la ejecutoria de Luis Buñuel y Roman Polanski. No es que el director estadounidense copie (ni que tampoco, en realidad, rinda homenaje directo; quizá acaso por inducción) a sus colegas español y polaco, -sobre todo al primero-, sino que opta por un modelo compositivo enrumbado en coordenadas expresivas que remiten de forma directa a señales marcadas por dichos creadores para la posteridad. Esos señores fundieron en el mapa del cine códigos representacionales alusivos a la opresión, la angustia y la duda, los cuales abrieron un camino de plasmación de ideas directo, a términos de graficar procesos cardinales atravesados hacia el interior de las personas.

Como si fuera una cruza en clave fantástico-terrorífica de Él con El ángel exterminador, esos dos opus buñuelianos donde parecen mirarse el personaje central masculino del poeta incorporado por Javier Bardem y la casa donde habita junto a su esposa asumida por Jennifer Lawrence, Madre discurre cual singular meditación sobre las anomalías gravitantes de ciertos contextos sobre determinados perfiles volitivos. En este caso, la del escritor conminado a crear, y el proceso de destrucción de sus afectos cercanos y autodestrucción aparejado de su sublimación de una topografía de la catarsis dimanada en implosión y explosión que desdibuja los contornos de una realidad nunca asumida en su condición objetiva sino en su parapeto de surtidor de sentidos ¿imaginarios?.

Una de las películas más metafóricas del cine reciente, incluso más que El sacrificio de un ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos, 2017) la estrenada en Cuba Madre representa una bizarra disquisición en torno a los demonios de la creación. Cuanto era tratado desde un plano totalmente frontal y expedito en El autor (Manuel Martín Cuenca, 2017), en el filme de Aronofsky resulta plena proposición o alegoría entendible, o no, desde el plano de la subjetividad. Antes de impugnar o denostar esta obra artística, cual lo han hecho disímiles espectadores y críticos a lo largo del planeta, ha de advertirse en las tablas de construcción de una instancia de verosímil donde prácticamente todo opera con base a la emisión de símbolos para su deconstrucción en subtextos.

Se le han procurado infinidad de interpretaciones al filme, estériles, complicadísimas y hasta signadas por la estulticia de la exégesis. No tiene caso abordarlas aquí, puesto que ni el firmante las aprueba ni se adecuan con una hermenéutica personal que conduce a abrazar significantes coligados a una asunción artística del hecho de crear, sus fantasmas, gozos y sombras, delirios, dudas, miedos, epifanías, ensoñaciones… Al estado psicótico inmanente de esa crisis creativa que convierte en infierno la página en blanco, en hoja al viento la autoestima y en cheque sin fondo presente y futuro inmediato.

Madre es un provocador e iconoclasta pase de entrada para meterse en la Caja de Pandora del escritor en fase de bloqueo artístico, cuando todos sus males andan sueltos, por deseo o necesidad inherentes al mismo acto de querer hacer sin poder, en cierto modo demoníaco pero a la postre divino: este último al momento de la liberación, rotas ahora las cadenas para sumar líneas, ya posible al fin configurar relatos mediante el barro y la carne de personajes sometidos, casi por lógica de la especie, al conflicto, el dolor y la vacilación. También a todos sus opuestos, en tanto la dicotomía viviente que somos.

Dicótoma, por tal, ex profeso, es una película que se parte en canal en dos mitades solo aparentemente disruptivas, para transmutarse en espejo de lo retratado. Como espejo de observación (y recepción) de dicha fiebre del narcisista y ególatra personaje de Bardem resulta el femenino de la Lawrence, a una altura del metraje preterido de cuajo por aquel. A ella Aronofsky la carga de subtextos vinculados a la minusvaloración por la contraparte masculina y el fardo pesado que muchas mujeres continúan llevando a sus espaldas en el hogar, sean compañeras de un escritor o de un plomero. En cierto modo, el director parece dedicarle estas ideas de vindicación al género, y amor, a Jennifer, quien es su propia compañera sentimental en la vida.

El director de Réquiem por un sueño y El cisne negro se ha sacado de la manga un notable pedazo de cine que, por supuesto, espanta a los seguidores consuetudinarios del mainstream y la paja institucionalizada, pero cuyos perturbadores códigos e imágenes integrarán en lo adelante el catálogo de recuerdos indelebles de este arte.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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