Hulk: la furia de la mole verde

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Luego de doce años de lista de espera en la Universal; cerca de 500 números de los álbumes de The Incredible Hulk lanzados por la Marvel; la serie de CBS salida al aire entre 1977 y 1982 y los tres telefilmes producidos por la propia cadena a fines de los ’80, llegó Hulk, la película, dirigida por el Ang Lee. Algún crítico definió al anterior filme del cineasta asiático, Tigre y Dragón, como una mezcla simbiótica de Jane Austen con Bruce Lee. Pues bien, su Hulk vino siendo una extraña mixtura de Dr. Jekyll y Mr. Hyde con King Kong; de La bella y la bestia con Un día de furia; de Sófocles con un ordenador.

Gema de su fructífera carrera a caballo entre el Oriente y Norteamérica orlada de premios en todos los grandes festivales, Tigre y Dragón le propició a Lee reconcebir el género de las artes marciales a través de una fórmula mágica de poesía y trompadas que arrebató al planeta. En Hulk pretendió seguir experimentando en los géneros y entregaría lo que devino, así como suena, el primer drama psicológico de acción en onda de comic que Hollywood se permitiera en su historia. Y quizá el último, porque el público estadounidense, no acostumbrado por reflejos condicionados, a la innovación, no lo apreció mucho, de manera que en taquilla se comportó bien por debajo de las Spiderman y X Men y X Men 2.

El reto era difícil para Ang y su colaborador, el guionista James Schamus. Como es sabido, Hulk constituye la primera de las figuras fantásticas de la Marvel a la vez monstruo y superhéroe, cuyo poder más que una ventaja le representa una maldición, en tanto lo aleja de modo irremisible de todo cuanto quiere. Hulk, tanto en el comic creado por Stan Lee y Jack Kirby como en la película, en última instancia no tiene que combatir contra el mal cual objetivo, aunque siempre haya malos en el camino. Él -o exactamente su furia- es el principal enemigo de sí mismo.

Se trata de un personaje sumido en la confusión, cuya ira y la fuerza capaz de engendrar esta en su cuerpo pueden acarrear su propia destrucción. Una lectura sin pusilanimidad pudiera barruntar aquí cierta metáfora de la ira colectiva que carcome las sociedades modernas, el Hulk interior de la nervadura social contemporánea. No desdeñable semejante mirada, sin embargo más de otro lado va la cosa. Como a lo mejor a Lee le pueda parecer que el cine, de Frankenstein a 2003, aun no ha hablado lo suficiente de los peligros de experimentar con la vida, vuelve a meter un kilométrico sermón sobre semejante monstruosidad y sus peligros derivantes: Hulk, la criatura, es esto, un producto de laboratorio, un resultado de la ciencia al servicio de la megalomanía humana y no del bien de la especie. Pero el sermón no puede soltarse sin suavizador en un cineasta como él, de suerte que, agarrado a la infalible palanca de las relaciones paterno-filiales (nada raro al observar la sígnica del autor de Tormenta de hielo) nos coloca al monstruo verde de Hulk como si fuera el nuevo bebé terrorífico de Mary Shelley, ahora inmerso en una maraña edípica, y no cosido a hilos con pedazos de cadáveres precisamente, sino mediante dos millones y medio de horas de ordenador, seis terabytes de datos y dieciocho meses de trabajo. Algo así como Frankenstein pensado por un autor trágico helénico y llevado a la vida en vez de sobre la vieja mesa del filme de James Whale en el emporio digital de Industrial Light and Magic, con 120 millones de dólares de fondo.

Bruce Banner (Eric Banna) es un joven científico desconocedor de su pasado, quien trabaja en un laboratorio al lado de su bellísima colega enamorada (Jennifer Connelly). Ambos tienen disímiles puntos de contacto a la hora de empatizar. Dos presencias paternas fortísimas penden de su pasado y presente. Ella es hija de un general de alto rango del US Army (Sam Elliott) y Bruce, aunque no lo sabe, fue engendrado por el investigador David Banner (Nick Nolte), que el padre de su novia tuvo encerrado por treinta años tras ocasionar serios problemas en la base militar donde ambos prestaban servicios. A los dos jóvenes también los separa una gran diferencia: la muchacha es del todo normal y Bruce recibió dentro de sí el resultado de las afiebradas experimentaciones genéticas de su progenitor. Ambos lo desconocen, pero muy pronto se les desvelará. Al quedar él expuesto a una radiación accidental de rayos gamma, su anatomía estará lista para la conversión en un Mr. Hyde verde gigante y macizo que detona al enfadarse, y comienza a tumbar aviones con la mano, a lo King Kong. Bella conocerá ya mismo a la Bestia, en una versión sin cura. Aquí, tras casi cincuenta minutos expositivos -sacrílego para los estándares de Hollywood-, Ang Lee saca su bicho digital al cual no enseña más de la cuenta por cierto (quizá para que no le echaran en cara su marcada digitalidad, quizá por aprender la receta de Spielberg en Tiburón de no mostrar demasiado a la criatura) e inicia la zona movida de la película, de ahora en más y por un ratito con pinta de chase movie (filme de persecución) al formarse el correcorre de los señores armados en busca de la mole verde que agarra los tanques de guerra como bates de pelota. Incluso dentro de este segmento, el guion no pierde la posibilidad de pasarle la mano a las raíces del conflicto entre los dos Banner, e insertar, cual muestra del pico de sus diferencias, diálogos con viso de tragedia griega de esta guisa:

BRUCE: —Debí haberte matado.

DAVID: — No, debí matarte yo.

Y esto ya era mucho para un público que pedía desde la sala más acción y menos introspección; más sangre y menos Freíd; más jadeo y menos Sófocles.

Es justo eso, tal vertimiento de elementos psicodramáticos dentro de la acción lo que desconcierta en un producto pop e hiciera ascos a muchos. Lee de hecho se embaraza al tratar de conseguir lo anterior, que no es más que intentar al mismo tiempo responder a su formación y conceptos artísticos, y al reclamo de la convención o la productora. Dios y el Diablo no pueden volar en la misma alfombra. No es lo mismo poner a Chow Yun-Fat a caminar por arriba de los cipreses chinos que reurdir la argamasa de un comic filmado, semieludir su enfoque heroico y elevar los niveles meditabundos y verborreicos. Retórica en la cual se cuelan bastantes parlamentos y frases pseudoprofundos, but the way.

Así y todo su Hulk es, hasta este punto histórico, lo mejor hecho en el terreno de marras. La película basada en un comic más sólida, total, arriesgada. Además, adscripta a un esquema visual que la emparenta sobremanera con su fuente. La edición de Tim Squires montó los fotogramas de Frederick Elmes como si fueran parte de una historieta real, de tal que el filme parece por etapas un verdadero comic debido a la convergencia de varios planos, la división del cuadro en diferentes zonas y el uso dado a los fundidos, cortinillas y encadenados. Aunque aprietan un poco al ubicar los créditos de cierre en globitos (resulta casi paradójica en este caso tal fidelidad al estilo de las viñetas gráficas, siendo Lee el único de los grandes realizadores de las versiones fílmicas de comics no declarado confesamente feligrés de la congregación de admiradores de estos).

Es Hulk, además, a su forma, un homenaje al terror pionero de la Universal y a aquella combinación fecunda de romance y tragedia en películas aun hoy eternas que, hechas más de ochenta años atrás -con muchísimo menos dinero pero generadoras de mucho más pavor en el espectador- entronizaban ya los conflictos y penas del martirologio mítico de los monstruos portadores de los documentos de paternidad de nuestro Hulk, que este recibe en herencia.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

2 Comentarios en “Hulk: la furia de la mole verde

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