Hedda está aburrida en casa

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En enero de 1891, cuando una actriz alemana interpretaba el papel de la señora Tesman por primera vez —mientras “Miraba las hojas. Tan amarillas. Y tan muertas” —, han pasado 20 años del portazo de Nora, y Henrik Ibsen (Noruega, 1828-1906) ya es inmune a los escándalos de sus obras anteriores.

El conocido autor de Casa de muñecas (1879), Los espectros (1881), El pato salvaje (1884) y otras puestas memorables, propugnó en su momento la emancipación de la mujer con su Nora Helmer, aun cuando no fuese feminista en el sentido político de la palabra. Empero, sí lo fue a través de ella en el sentido más hondo y más humano, rompiendo sin concesiones la estrechez del mundo burgués decimonónico, desde las tablas.

Y es que Ibsen encabeza la brillante lista de virtuosos escandinavos —junto con Bjornstjerne Björnson, Ausgust Strindberg, Gunnar Heiberg, Johan Sigurjonsson o Hjalmar Bergström—, que sentaron las bases del drama realista; abriendo nuevos caminos creativos, destruyendo mitos anquilosados y dejando a la posteridad un cúmulo notable de obras maestras.

Con la aparición de Hedda Gabler (1890), las tablas ibsenianas han cambiado sus matices: “No sé por qué razón he de ser feliz. ¿Puede usted decírmelo?”, le pregunta la protagonista al juez Brack, ensimismada mirando por la ventana de la casa, en el segundo acto.

La nueva Hedda, hija del capitán Gabler, se ha casado con el torpe investigador Jorge Tesman; es una jovencita aristócrata —como lo fue Nora—, pero a diferencia de esta última, la veinteañera no sabe o no le interesa trazarse un plan para su vida.

La joven se mueve en los cuatros actos de la obra como si estuviera impaciente, indecisa, buscando algo que no encuentra nunca. El interior de la casa —que con tanto puntillismo describe Ibsen en las didascalias—, es un ir y venir constante para ella; una casa que “apesta a lavanda y a rosas secas en todas las habitaciones”.

En suma, Hedda se aburre y la notamos un tanto sulfurada. Pero también le irrita su esposo Tesman; Berta, la criada; el sombrero viejo de la tía Juliana y hasta escuchar hablar de “amor”: “Oh, no emplee esa empalagosa palabra”.

Así pues, los lectores/espectadores actuales quizás hallen particularmente atractiva la naturaleza de Hedda, justamente en ese rechazo suyo hacia el universo nauseabundo que la rodea. Aunque no es extraño, si tenemos en cuenta que es una denuncia implícita a la atmósfera burguesa, sostenida por ínfulas y por las mentiras solapadas. Así, proa y popa en este nido se vislumbra como un cascarón de porcelana, quebrado en su interior.

En esta mujer, Ibsen ha colocado un vocabulario y unos gestos en los que se mezclan con ingenio, la pintoresca maldad femenina con la astucia de las bromas, ironías y sarcasmos, que no parece percibir el resto del reparto. Un rasgo esencial que logra acentuar mucho más su condición.

“Demonio… ¿es que todavía practica el deporte? ¿A qué dispara?”, le impreca esta vez el juez Brack a la dama: “Oh, solo disparo al aire”, le responde con sorna.

Y es que se aburre tanto la desdichada Hedda, que en su inmenso fastidio desempolva las viejas pistolas de su padre, y jalona —desde diversas perspectivas— a los seis restantes personajes que intervienen en escena. Siempre rebelde, respondona hasta el último acto, cuando de repente saca la cabeza entre las cortinas y le suelta a su púlpito que “a partir de ahora voy a estarme quieta”, mientras vuelve a descorrer los cortinajes.

Al término de la pieza, nadie escuchará ningún portazo, sino un sonido estridente realizado con gran “belleza”; digna de una de las personalidades más ricas y dinámicas, jamás creadas por el maestro noruego.

Descargue Hedda Gabler (1890)

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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