Si fueras hombre y tuvieras 30

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Aquella mañana cargó con las mejores expectativas y regresó a casa atónita. Barajó la posibilidad de que no le concedieran el empleo, pero nunca pensó que el argumento del directivo semejara al peso de una bota sobre ella. Isabel fue discriminada doblemente: por ser mujer y, además, por ser una mujer de casi 50 años.

Luego de que situaciones familiares la obligasen a abandonar su antiguo puesto en una entidad presupuestada de Cienfuegos, la nueva realidad socioeconómica del país, bajo las reglas de la Tarea Ordenamiento, terminó empujándola a buscar alguna ocupación para costearse la vida, carísima a estas alturas. Tenía, a su favor, casi todo. Competía por una plaza de técnico para la cual contaba con las mayores habilidades profesionales. No solo era graduada de nivel superior; durante catorce años había ejercido ya como inversionista.

Sin embargo, ninguna experiencia, ni título, por más honorífico que fuere, hubiesen sido suficientes para conseguir que la contrataran. No se trataba de idoneidad, sino de ser varón, y aquel día, Isabel despertó con entusiasmo y marchó a la cita sintiéndose una mujer renovada. Llegó con altas aspiraciones que hicieron añicos en cuestión de minutos.

El jefe, recostado en su silla, detrás del buró, apenas dio tiempo a que abriera la boca. “No eres lo que deseo para el puesto —expresó—; le he dicho a los compañeros de ‘Trabajo’ que me manden un hombre y joven, como uno de casi 30 años que tuve aquí hace poco, porque quiero prepararlo para que sea mi reserva”. Todavía Isabel se dice que la atendió con decencia, que no le gritó, aunque nada de eso hacía falta para entender la discriminación y violencia del hecho.

Ella también lo sabe. A punto estuvo de contradecirlo y plantarle cara a sus condiciones, pero no encontró las fuerzas, ni creyó que discutir con una persona anclada en valores primigenios y anticuados fuera ventajoso. Volvió por el mismo camino, con la esperanza en las suelas de sus zapatos, mientras cavilaba sobre los progresos que la Revolución Cubana conquistó para las mujeres. Ciertamente muchos, se dijo, conociendo que muchos tampoco bastan.

Un informe del Foro Económico Mundial ubicó en 2018 a Cuba en el lugar 23 entre 149 naciones que avanzan en la reducción de la brecha de género. Para entonces, la población femenina representaba el 49 por ciento de la fuerza laboral en el sector estatal civil; el 48,6 de los dirigentes; el 81,9 de los profesores, maestros y científicos; el 53,22 de los escaños ocupados en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Son datos que contrastan con el escenario en el que suelen vivir las mujeres en el mundo (ahora más agravado por la pandemia de la COVID-19), si bien eso no quita que ocurran episodios como el que sufrió Isabel.

Aun cuando nuestra Constitución de la República establece que “todas las personas son iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las autoridades y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición o circunstancia personal que implique distinción lesiva a la dignidad humana”, se sabe que el texto constitucional no garantiza por sí solo cuanto proclama. La legalidad es una herramienta poderosa cuando se acompaña de acciones que ayuden a quebrar fenómenos tan fuertes y culturalmente enraizados como el machismo.

Uno pudiera suponer que la mejor solución al problema de Isabel es que al jefe que la recibió lo sancionaran o, en el peor de los casos, lo botaran de la empresa. A fin de cuentas, cometió un acto vejatorio y muchos estarán de acuerdo que no merece menos. Sería un buen escarmiento, pero no es el mensaje que la protagonista de esta historia pretende transmitir. No restituiría sus derechos ni los de otras que puedan aparecer mañana, en una oficina, en busca de empleo y ser rechazadas por su condición de mujer y de mujer adulta. Quiero —dijo— que se visibilice, que la gente sepa que estas cosas pasan, y la sociedad trabaje para que nunca sucedan.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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