Fuera del cielo: almas a ras de suelo

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Luego de un slump productivo que la llevó a tocar fondo en los primeros años del siglo XXI (solo 14 películas en 2002, un ejemplo), la cinematografía azteca mostró ciertas señales de recuperación en 2006, cuando fueron rodadas 64 cintas -de filmarlas a estrenarlas es otra historia, a veces sin final halagüeño-; tuvieron resonancia internacional varios títulos y pudieron debutar en la pantalla grande realizadores noveles como Javier Patrón, creador de Fuera del cielo.

La estructura argumental, narrativa y espacial de la opera prima de Patrón se inscribe de a pleno y sin reticencia alguna dentro de la línea del cine mexicano urbano expandido en los noventas y responsable de películas -tan desiguales pero cada una interesante a su modo -como Amores perros, De la calle, Ciudades oscuras, Perfume de violetas, Matando cabos, Nicotina, El cielo dividido, Vivir mata o Batalla en el cielo, entre otras. Fiel a los presupuestos de la mayor parte de este cine, el filme ambientado en el recurrente universo hostil, sórdido, acechante, deshumanizado de las malas calles del DF, hunde su azadón en la ciénaga vital de fantasmas de vida solo corporeizados en vísceras y piel; mas carentes de fe, certezas y cuanto pie de apoyo requiere un ser humano para no convertirse en el principal enemigo de sí mismo.

Quizá a algún espectador, no sin parte de cierta razón, Fuera del cielo pueda parecerle repetitiva en su interés por retomar estas historias de lúmpenes, inadaptados, miserias de todo género y desolación. Pero sucede que tales películas son la expresión artística de un estado de cosas lacerante que convierte a determinados sectores sociales y áreas geográficas de Ciudad México y muchas megalópolis latinoamericanas en guetos donde la violencia y la desazón constituyen el desayuno de cada jornada. Por ende, Fuera del cielo supone la traducción en pantalla de la orfandad espiritual de blancos de un agobio cotidiano, cuya desembocadura existencial los transporta sin remisión a las aguas abisales de la marginalidad y la delincuencia. A veces muy a su pesar, desprovistos de salvavidas alguno en dicho trance, no sea la rudeza extrema.

El filme atisba las peripecias a lo largo de 24 horas de dos hermanos -Marlboro (Demián Bichir) y El Cucú (Armando Álvarez)-, sus personajes centrales: el uno un sujeto que acaba de salir de la cárcel; y el otro su consanguíneo menor, con quien aquel guarda ciertas desavenencias. Marlboro, el mayor, es un robot emocional refugiado en un diálogo interior con su cigarro, en tanto evidencia de su desdén hacia un mundo del cual espera tanto como para siquiera molestarse en regalarle palabras; y el otro vierte su frustración por la vía de la ira, la extroversión de sus pulsiones, la actividad constante. El personaje de El Cucú, el cual con destreza asume Álvarez, nos conecta con ese opus buñueliano de la década del ´50 titulado Los olvidados, cuya oscuridad y crudeza en la mirada del día a día de los jóvenes de la calle, si no prefiguró al menos sirvió de antecedente básico de esa cinematografía para la elaboración de los retratos descarnados en torno a la exclusión que ahora suelen recorrerla.

En el virtual episodio del reencuentro de ambos hermanos que es Fuera del cielo toda, se inserta una escena clave a efectos de entender los modos de pensar u obrar de ese par de bloques de hielo a la deriva que solo saben de sufrimientos, y a quienes les fue cortada de tajo la facultad de apreciar la belleza de la vida porque nunca la conocieron. Van a ver unos momentos a su vieja madre, que de entrada prácticamente ni levanta la vista del televisor de su covacha para mirarlos, pero tiene tiempo para decirle al menor: “Hay Cucú, ¡si supieras cuánto esfuerzo hice pa’ que no nacieras!”, “¿Digo digo una verdad?”, “¿Y cómo los iba a criar si andaba de puta?”. La respuesta de uno de ellos: “Hay putas que crían a sus hijos”.

Remake tangencial de Rumble Fish, la película de Coppola de 1993, Fuera del cielo, no adopta -vista en sentido general- la aparotisidad en el montaje de aquella precursora de la estética videoclipera fílmica, pese a que el itinerario narrativo de la versión mexicana la conduce a un constante desplazamiento de la acción, así como a la utilización de cortes y planos ilustradores del desasosiego que transpira este relato de la lobreguez habitado por pobres gentes condenadas a penar sin opción bien lejos del cielo. Cuadro que pese a su acritud incorpora (casi contra su pesar) a su pátina ciertas ligeras paletadas de humor, como para bañar de fugaces brotes de luz a la rispidez del paisaje. Se agradecen, pero saben a falso y nada pueden (o quieren) hacer para eliminar la sensación de náuseas, la crispación absoluta que a como dé lugar te quiere inspirar esta película. Y eso, justo, es lo peor de la cinta: su tozudo afán de impedir la llegada del mínimo filtro de aire a la celda vital que retrata. Su peligrosa extrema simpatía con el halo trágico de sus personajes le impide al guión lanzarle una sola soga para sacarlos, siquiera en alguna área del metraje, de un encierro de donde resulta más difícil salir que del cubo fantástico de Natali. Sin duda, a Patrón le hubiera convenido leer y ver mucho más sobre la importancia de luchar; incluso en las peores circunstancias. Quizá debió rentar un DVD de Papillón.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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