Frutas del recuerdo

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Al chequear el programa de autoabastecimiento municipal, como parte de la segunda visita gubernamental a Cienfuegos, el Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, refirió al auditorio un recuerdo infantil que le remitía a las visitas dominicales de su familia a la casa de una tía. Allí, entre otras plantaciones, había diversas especies frutales, contó.

El niño adoraba visitar el lugar porque, tras recorrerlo, se sentaba bajo un árbol a degustar las muchas frutas recopiladas.

El Presidente se preguntaba por qué no puede suceder eso en la actualidad. También yo me lo pregunto, como también casi todos guardamos recuerdos similares a los suyos. En mi caso, dos evocaciones imperdibles atraviesan mis años de infancia: los patios de mis abuelos maternos y el de mis padres. Había en el primero mango chino y señorita, naranja, lima, guayaba, cerezas y una suerte de cajuela verde de amargo sabor, cuyo nombre ya no recuerdo.

En el segundo también se cultivaban mangos y las guayabas del Perú más extraordinarias —e igual las más famosas— de la comarca. Durante mucho tiempo obstaculicé cualquier intento de permuta de mis padres por la sola razón de no abandonar aquel fabuloso árbol que desgajaba sus frutos hasta la altura de mis hombros y los de mi hermano. No obstante, uno siempre quería las de las alturas, las que bailaban en el “copito”, y trepábamos en busca del ejemplar codiciado. Al morir aquel árbol, que para mí fue como el de Alberto Cortés, lo sucedieron otros guayabos, de la variante “cotorrera”.

Célebre era el limonero de mi padre, anchuroso y pródigo el año todo. Donaire semejante poseía su platanal de la inigualable variedad Johnson; o los “plátanos verdaderos”, como le bautizaron mis hijos.

Desde el mismo patio paterno, el autor traspasaba al suyo las naranjas del vecino, como igual los aguacates morados que nunca dejaba madurar. El mismo procedimiento era empleado para hacernos de las chirimoyas (no recuerdo frutas tan bellas, rojiamarillas de cáscara y blanquísimas de corazón, como aquellas) de un terreno colindante con el de mis abuelos.

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A veces, de farra, íbamos a una finca donde pelábamos jabas completas de naranjas originales, sin injertos, tan dulces cuan solo podían ser aquellas. Y anones, fruta desconocida ahora. Hoy eso, salvo excepciones, esto es un mundo perdido.

Hay mil explicaciones de por qué se esfumaron las frutas de casas hogareñas y campos, aunque ninguna me convence realmente.

En cuanto a su desarrollo integral por parte de los agricultores con propósitos comerciales, está claro que siempre las relegarán, porque algunas requieren años para entregar las producciones; si viene un ciclón tumba un árbol que le costó mucho crecer…, y bueno, es mejor sembrar tomate y pepino, que da más dinero. Es la óptica del menor esfuerzo de tantos dedicados a este negocio.

En virtud de los decretos 259 y 300 le fueron entregadas miles de hectáreas a usufructuarios para que se dedicaran al fomento de las frutas tropicales, quienes hoy hacen cualquier cosa allí menos su objeto social.

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Es cierto que a escala macro de país se han gestionado muchos esfuerzos e iniciativas (fincas integrales, selección de campesinos especializados en la tarea, preservar los plantíos con posibilidades productivas, sembrar nuevas áreas con nivel científico, desarrollar un movimiento popular para cubrir también los patios y parcelas ociosas, creación de viveros, áreas de impulso en la montaña….), pero no han permitido el necesario levantón.

En junio de 1970, por indicaciones del Comandante en Jefe Fidel Castro, se inició el fomento de frutales en Cienfuegos, con 210,5 hectáreas; de estas el 83 por ciento de mango y el resto destinadas a otros renglones, con récord histórico de producción ascendente a 2 mil 732 toneladas en el año 1989.

El período especial, la necesidad alimenticia de la población y la falta de fertilizantes hicieron perder un plan guayabero maravilloso. El plan mango actual, a merced del robo impune, apoya diferentes programas pero no permite —como debiera y pudiera ser perfectamente factible—, la garantía estable del fruto en las placitas estatales.

Son centenares los encuentros provinciales y nacionales que a lo largo de casi 30 años he cubierto para los periódicos en los cuales se ha levantado la bandera de “rescatar los árboles frutales”. Parece que los captores piden mucho por el secuestro, pues el caso es que dicho pendón siempre ha tenido vientos contrarios. Los frutales, en los volúmenes deseados, no acaban de alcanzar la presencia debida.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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