Francisco de Miranda, biopic del prócer venezolano

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 1 segundos

Francisco de Miranda, estrenada con gran éxito taquillero en 2006 en Venezuela —tras un lustro de preparación y 17 versiones del guion deshechas—  en coincidencia con el aniversario 200 del arribo de dicho patriota a costas venezolanas y del izamiento por primera vez allí de la bandera tricolor, deviene el intento parcialmente fructuoso de un realizador de prestigio en el ámbito local como Diego Rísquez por desarrollar una biopic del prócer caraqueño que, sin obliterar elementos históricos irrecusables en semejante tipo de variante genérica (sobre todo en el caso de personajes como éste), pretende hallar un equilibrio en su planteamiento argumental en cuanto a la incorporación de los rasgos humanos del precursor de la independencia americana. Esto, desde ángulos de formulación narrativa, cuya ambivalencia eventualmente no ya desconciertan, si no traslucen cierta incongruencia entre los fines y el medio empleado.

Si se tiene en cuenta que en Manuela Sáenz (2000) Rísquez y su guionista habitual Leonardo Padrón abordaban a aquella legendaria figura mucho más desde la pendiente creativa de un poema dramático inspirado a la forja de las letras románticas y transmutado en cine, que desde las topicales parámetros histórico-dramatúrgicos de la biopic o drama biográfico, se comprenderá que su visión de Miranda también procure apuntalar el costado humano del héroe en la intención de comprender el sentido de la inmensa pasión por la vida de este hombre a quien el filme añora ver en carne y hueso, con sus virtudes y defectos. Si por un lado habría de ponderarse ciertas concreciones en pantalla de la plausibilidad de semejante idea (el ardor, la vehemencia interpretativa del actor Luis Fernández ayuda mucho en tal sentido y transmite con eficacia los estados anímicos y sentimientos del personaje) queda menguada, empero, en la falta de mesura al remachar con insistencia extrema el perfil erótico—romántico del militar: al punto que el espectador lícitamente pudiera pensar que está viendo una película sobre Casanova (bastante parecida a la hecha por Lasse Hallström) o Don Juan, en vez de un relato acerca de la vida del Generalísimo Miranda, el venezolano más universal de su época,  quien configuró la bandera de su patria, escribió su primera constitución y prendió ideales de libertad y redención en nuestro continente.

Orlas que, cierto es, no le impidieron sostener relaciones carnales con mujeres de varios países, mas no resulta el caso exponer al detalle esto desde el mismo comienzo de un filme hecho profesamente para ser apreciado por todas las generaciones (inicio en el cual el joven Miranda tiene su primer sexo adolescente con la esclavita de una paradisíaca plantación de cacao donde negros relajados con Prozac cantan y danzan como angelitos, en escenas en que por cierto la mirada a la esclavitud del realizador es ingenuamente poética hacia un fenómeno que nada tuvo de romanticismo e inocencia, como le ha sido señalado y quien firma suscribe de a pleno) hasta ese instante realmente deplorable cuando Catalina la Grande gime de placer desde un ángulo en picado tan alto como una montaña mientras el inagotable Miranda escabulle sus labios entre las enmarañadas enaguas de la emperatriz.

Es justamente en estas escenas de la corte rusa el momento durante el cual se produce el punto de ruptura narrativa más discordante de esta película que en su afán sin éxito por desmarcarse de alguna manera del modelo de construcción del relato de las superproducciones épico-aventureras hollywoodinas del cual desprende su mismo hálito, se inclina por absurdas apelaciones supuestamente transgresoras o dinamizadoras: esto es un realismo mágico injustificado desde el punto de vista dramático o impostada polifonías de voces —de buenas a primeras las mujeres de Miranda comienzan a hablar directamente con el espectador como si fuera un documental—: se trata del instante en que el muy aficionado a las artes Rísquez (funge aquí también como diseñador de producción) nos pone a la tremenda Catalina, incorporada por la coterránea Beatriz Valdés en una secuencia incomprensible mezcla de Kafka, Ionesco, García Márquez, un ballet clásico y un porno con pretensiones.

Sin embargo, el realizador, todo un acuarelista, logra que el equipo bajo su batuta consiga una fabulosa reconstrucción epocal, incorpora novedosas técnicas de postproducción y dota a su filme de un entorno visual por ratos maravilloso. A Rísquez y a su libretista Ramos precisa ponderárseles además porque, al margen de su insistencia por los trajines carnales de Miranda, mostraron notable preocupación por conferirle un rango de fidenignidad a la recreación histórica de los hechos, desde una perspectiva de la síntesis encomiable que les permitió insertar en hora y media los sucesos fundamentales de los 66 años del ilustre emancipador señero, siempre a partir (y sin desdeñar otra variedad de fuentes) de la copiosísima Colombeia, o autobiografía del libertador. Tanto como por la visión de exponer la pluralidad de perfiles y la dimensión intelectual de un hombre de tan abarcadora cultura.

Especialmente valioso en la película es el sentido alegórico de su mensaje final en cuanto al triste destino postrero de Miranda de cárcel y enfermedad mortal (símbolo de la destrucción momentánea y dura retracción del primer gran proyecto libertario integrador del continente en los comienzos del siglo XIX) como consecuencia de las torvas intrigas internas y externas, la desunión, las incomprensiones e ingratitudes, la manipulación de los poderosos, las discordias por el poder, el fanatismo y la ignorancia. Todo un grito de alerta.

Visitas: 117

Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *