Eternamente, Fidel

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La irrupción de Fidel Castro en la vida política de la primera mitad del siglo XX en Cuba fue un necesario alumbramiento histórico, entendido en su orgánica naturalidad, al repasarse el pasado colonial y neocolonial de la nación, junto al reclamo reivindicatorio constante de un pueblo que jamás había sido libre, para decirlo con las justas palabras de Mella.

Las características -singulares, en tanto manifestadas con la misma intensidad suya, previo a sí, tan solo en unos pocos antecedentes- del amor por su país, su defensa al reclamo a la soberanía nacional y el profundo antimperialismo que luego profesó se comprenden mucho mejor en esta peculiar personalidad, a partir de su conocimiento e interés permanente hacia la historia.

Los actos de Fidel son, en gran medida, estrategias, verónicas, grandes fintas intelectuales para que las crueles lecciones de la historia no se repitan en el suelo y la gente a quienes ofrendó su devoción eterna. Siempre supo que sin fe en la Patria, orgullo, autoctonía y dignidad el juego de vivir estaba mediado a favor del extraño.

Y los extraños, cuando son representantes de un sistema imperial, tienden a elidir, ningunear, avasallar, ridiculizar. Fidel estudió al dedillo a todos los imperios antiguos, como igual lo hizo con el norteamericano desde su surgimiento. Debido a los anhelos evidenciados en sus primeros siglos de existencia, la proximidad geográfica de ese país y la suerte de rampa que significaría la Isla para las apetencias de Washington -además de la dolorosa incidencia estadounidense aquí durante la seudorrepública-, él fue harto consciente de que los cubanos debíamos ser antimperialistas por ineludible obligación, so peligro de desvanecernos en la tristísima condición de marionetas habitantes de un “protectorado”.

Fidel, junto a otros magnos pensadores latinoamericanos, sembró en la región esa necesaria premisa de supervivencia sobre la base de la independencia que cuando es olvidada, tan solo un momento, por los pueblos conduce a involuciones históricas como las verificables hoy en partes del surcontinente.

Con luz de Varela, Maceo, Martí y Rubén en sus entrañas, contribuyó a educar y hacer pensar a un pueblo. A la ignorante masa social conformada por las carrozas y dictaduras de la neocolonia, les enseñó la importancia crucial de la cultura, las instó a leer, mandó un ejército de jóvenes maestros a alfabetizarlas, las exhortó a cultivarse espiritualmente.

Su Revolución del Moncada, el Granma, la Sierra, Enero del ´59 y la actualidad pudo entregarle la confianza en sí mismo, la autoestima y el placer de reconocerse en independencia a un pueblo sumido en la indefensión moral, asido a coyundas, casado con mentiras. Algo invaluable que le debemos todos a sí, como a aquellos valientes que lo respaldaron en la larga lucha.

Fidel no ha dejado un minuto de su vida de pensar en cómo ayudar a su pueblo, hecho esencial que tampoco podremos olvidar jamás.

Los noventa años que cumplirá mañana no lo hallarán conforme, no lo encontrarán satisfecho; jamás lo está por naturaleza, aunque debería estarlo con creces por cuánto ha representado su huella en el destino de Cuba, de América Latina, del Mundo. La historia universal tiene en él, en su patria, capítulos ineludibles.

La maldita circunstancia del bloqueo genocida con su consustancial asfixia financiera, sucesos históricos contrarios y el no aprovechamiento óptimo de todas nuestras potencialidades en el plano interno debido a desacertadas gestiones han impedido el despertar económico requerido por los cubanos.

A la Revolución Cubana, artífice de extraordinarias conquistas sociales y  abanderada moral de las causas justas del planeta, le hubiera convenido también, más pronto, una mayor holgura económica. Aunque demorado su alcance por las razones expuestas u otras conocidas, ni Fidel, ni Raúl, ni el Partido, ni las nuevas generaciones de dirigentes que nos liderarán, ni este pueblo tan bueno como grande han renunciado a ello. Lo sabemos todos.

La tarea es ardua y en ella, también, aun a sus noventa años, un hombre de laboriosidad imposible de imitar en los mundos conocidos interviene, desde la aparente tranquilidad de su estancia: pensando, gestando, buscando cauces, alternativas, estableciendo puentes camino al mañana de su gente.

El gran poeta argentino Juan Gelman dijo que Fidel es un país. Sí, y también un universo, un cosmos, una galaxia inextricable, el concepto de hacer bien para llegar a lo eterno, un viajero del tiempo con la capacidad de post-ver, como hubiera dicho con su verbo único alguien quien tanto lo admiraba como Raúl Roa. Pero, además, padre preocupado por el camino de sus hijos, en toda circunstancia; una persona entregada irrenunciablemente a los suyos; alguien quien siempre puso su pecho a las balas por proteger a su tropa. Un ejemplo viviente, eterno, de humanidad, ética, laboriosidad, solidaridad, valentía y amor a la Patria.

Reconforta sobremanera que la televisión, por estos días, posibilite la visualización de pasajes audiovisuales de sus momentos de plenitud física, cuando se paraba frente a una tribuna y tronaba el adoquín. Nuestros niños, adolescentes y jóvenes, al ver esas imágenes, deducirán por qué sus padres le hablan de ese modo tan apasionado de su Fidel, que no es solo el Fidel de ellos, sino el Fidel de todos, más allá del tiempo.

 

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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