Estribaciones visuales de un fabulador sureño: Vladimir Rodríguez Sánchez celebra sus 35 años de vida artística

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En lo insondable de sus creaciones mora un bardo adepto a los mitos, al pasado notorio de la humanidad, admirado siempre con las capacidades del homo sapiens para reconstruirse luego del caos y aquella heredad que le ha permitido sobreexistir a través de los tiempos: el juicio. No es casual que le sedujese primero la arquitectura (del latín, “quien tiene el mando”), lo más próximo a la figura del demiurgo. No es fortuito que sus fábulas se construyan desde una relación afectuosa entre el actante hegemónico (vampiros, gigantes, chichiricúes, minotauros, güijes, homosabios, sirenas, unicornios, etc.) y los espacios infinitos, habitados por personajes ficticios y sometidos por el virus de la postmodernidad, que el texto instalacionista figure como un asidero de la conciencia, de los destinos del hombre en una era dopada por la globalización y el menoscabo de la identidad, en la que el poder (en todas sus variaciones) se expresa como motivo céntrico de las sociedades modernas.  

Vladimir Rodríguez Sánchez (Perico, Matanzas, 1971), arraigado desde hace más de tres décadas en la ciudad de Cienfuegos, ha tomado un pasaje propio, en el que los relatos visuales son concebidos desde una dimensión filosófica. Justamente, su primera muestra personal, En el polvo de nuestra era (1995), trasluce ese sentido dramático avistado por el antropólogo Levi-Strauss: “El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”. El escultor desea hacer tangible el nuevo estado del caos y para ello acusa la naturaleza siniestra de la creación humana a través de códigos culturales del universo mitológico, de supuestos hallazgos sugeridos por la teoría de la evolución de las especies. Este arraigo le incita a profundizar en la historia, las leyendas y mitos, en los momentos definitorios de la historia; substratos que no siempre perciben los públicos en tanto pertenecen a los niveles profundos de la significación. Y es que todo ello forma parte de un reservorio cultural asido a las investigaciones, los documentos o manuscritos y elevados a códigos con funciones deícticas, que apoyan el realismo de los motivos y nos remiten a la antigüedad clásica, los pasajes bíblicos, las culturas ancestrales y nuevas teologías.

Igualmente, le fuerzan a robustecer la técnica de la cerámica, de modo que cada dramatis personae resulte creíble, inobjetable; dicho de otro modo, que sea arduo distinguir el sujeto escultórico (endoesqueletos o dispositivos estructurales calcificados, instrumentos) de la realidad posible. En un documental concebido para esta exposición, el artista expresa fuera de plano en franco diálogo con sus criaturas: “Si me preguntaran por qué te hice tendría que responderte que fue la incertidumbre… el no saber parte de qué fuimos o seremos. Y ahí estás tú, mitad pez, mitad yo o de mi prehistoria particular”. A todas luces, concibe el “indicio arqueológico” en su esfuerzo por recrear aquel pasado diegético a través de la metáfora visual, rara entremezcla de vocación antropológica y diatriba poética.

La madurez sobreviene hacia el año 2001, coincidente con el Gran Premio del Salón Nacional de Premiados, particularmente con la serie Bestiario particular, una fortísima elucubración sobre la muerte como perennidad, que constata la invariable ansiedad por la vida y fascinación por aquella filosofía cavada en los nuevos humanismos, en el axioma de que el hombre es una creación reciente, “un simple pliegue en nuestro saber, y que desaparecerá en cuanto encuentre una nueva forma”,  al decir del arquitecto Paolo Portoghesi. La puesta de Bestiario… insiste en la comunión de todos los tiempos posibles e incluso factibles, planteándose el relato desde cierta atemporalidad, sazonado diálogo entre el pasado (la expiración), el presente (la estancia en el mundo) y el futuro (la sobre existencia); lo que ha favorecido la revitalización e impacto de sus obras y abierto otras posibilidades de lectura.

Su mirada universalizante, no unidimensional, ha llevado a algunos públicos a cuestionar la cubanía de sus textos; empero, es una visión reduccionista. Hay varios entibos que suelen obviarse. Primeramente, el humor sarcástico que emana de sus entelequias, palpable en la serie Mutantes (1999-2004); otra “evidencia antropológica” constatando que el hombre tiene disposición biológica y psíquica hacia la evolución-involución, la manipulación, el poder, etc. Las formas que toman los cerebros de los supuestos humanos que fueron están apegadas al choteo criollo y no escapan de la ironía. Por otro lado, a qué realidades está aludiendo el escultor sino a las suyas; sin contar que comúnmente coloca a personajes del legado criollo como el chichiricú, el güije o el osaín.

En el nuevo siglo, Rodríguez reafirma que conceptualmente le asiste un pensamiento hojaldrado y plurívoco, que obliga a reconocer otros instrumentos de la interpretación, como la numerología, en tanto práctica adivinatoria que revela las sujeciones místicas entre los números, los seres vivos y las entidades espirituales. Una de sus obras más aplaudidas es, justamente, Empaque 11, que fuera inaugurada en la Galería Luz y Oficios de La Habana Vieja en 2006. En este ritual, a tono con su propósito de “mostrar un espectro lo más amplio posible, donde un individuo, según sus vivencias, confronte e interactúe con la piezas, para reafirmar y negar su posición hacia una realidad fijada”, constata el apotegma de que los números son la envoltura visible de los seres y que las criaturas son números que emergen del Principio-Uno. Empaque… valida la numerología para emplazar nuevamente el tema del poder (recuérdese el tratamiento del espacio y la estructura de la “iglesia”, suerte de puesta teatral, que remite a su sensibilidad como arquitecto), concretamente referido al once, signo del exceso, del desbordamiento y la violencia, para muchos una cifra maligna, corrompida e incompleta.

En lo inmediato, el artista rediseñó un proyecto performático para la muestra colateral de la Bienal de La Habana de 2019, intitulado Empaque 52, que tiene sus orígenes en una serie de grabados e invitan a los públicos a explorar los estados del límite, a modo de auto represión y como una suerte de muro que obstruye la realización personal. Una vez más regresa al tema de la responsabilidad y los procesos inherentes (demarcaciones, negociaciones y aprobaciones) desde una dimensión simbólica (referidas a nuestra capacidades para seducir, batallar, crear, regocijarnos, trasladarnos, etc.); aunque ahora se trata de un emplazamiento en el espacio urbano, como hemos comentado, de tipo procesual, conducido por varios actores que llevan sobre sus cuerpos una suerte de redes o nasas, aludiendo a aquello que virtualmente nos protege del exterior, pero que reprime otras libertades. Empaque 52 igual manifiesta la necesidad de que los públicos sean menos espectadores y más coautores del hecho artístico, de compartir las eternas interrogantes que le inspiran: “No hay obra humana completa si partiendo de uno no culmina y crece en todos, o al menos en otro; hablo de mi vida, sobre lo que ha sido y puede ser, sobre lo que me está sucediendo y me explico y comparto con los demás, aun cuando sea en forma de una duda: las respuestas están en los demás”.

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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