En la mejor tradición cultural de las escuelas musicales de EE.UU.

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Es muy alto el rigor en el estudio y el compromiso planteados a los educandos de los conservatorios norteamericanos. Suman años de entrega absoluta al estudio del arte sonoro, dado el gran interés personal en el desarrollo de su formación musical por los adolescentes y jóvenes consagrados a dominar sus instrumentos al grado de la perfección. La combinación del éxito se cierra con un excelente claustro —caracterizado en dichas instituciones académicas por su estabilidad—, de conjunto con la posibilidad constante de intercambio de los colectivos en plazas de su país como del resto del mundo.

EE.UU. constituye uno de los epicentros mundiales de las escuelas de música. Varias de las diez más completas a escala global se encuentran ubicadas allí, encabezadas por el Berklee College of Music, de Boston; y el Cleveland Institute of Music, en esa ciudad; así como el Curtis Institute, de Filadelfia; la Jacob’s School of Music de Indiana y la Manhattan School of Music; The Julliard School, la Eastman School of Music y el Bard College Conservatory, los cuatro neoyorkinos y la orquesta del último presentada en el teatro Tomás Terry, como primer punto de una gira por varias ciudades de nuestro país.

En cuanto constituye otro acierto de la agencia Classical Movements junto al Instituto Cubano de la Música (ya son cinco agrupaciones norteamericanas, corales o filarmónicas, en actuar en la principal institución escénica de Cienfuegos), el recital local convenció a los espectadores, en virtud de la calidad de la propuesta.

Los talentosos noventa estudiantes de la Orquesta del Conservatorio de Bard College, dirigidos con eficacia por el maestro Leon Botstein, arrancaron con la Obertura a Guillermo Tell (1829), del italiano Rossini, según la obra homónima de Schiller (1804). Fragmentada en una tetralogía de segmentos independientes de movimientos contrastados (lento, rápido; lento y rápido) el drama operístico del denominado Cisne de Pesaro es asumido mediante precisa fidelidad por concertistas capaces de concederles el valor dramático y musical al violonchelo en el área apertural, antes del arrebatador crescendo posterior al cual se vuelcan con entusiasmo mayúsculo: previo a la imbricación corno inglés-flauta travesera de la tercera parte y al electrizante estallido postrero a galope de trompeta. Una cascada sinfónica para el deleite.

A continuación interpretaron Mathis el pintor, escrita por el compositor germano Paul Hindemith entre 1934 y 1935, solo estrenada cuatro años más tarde en Suiza a causa de la estigmatización al creador implementada por la maquinaria de propaganda nazi  como consecuencia de esta recreación musical de la figura de Matthias Grünewald (1470-1528), pintor recordado en lo fundamental por su colosal políptico de la abadía de Issenheim. La sinfonía de Hindemith se estructura en tres movimientos —Concerto angélico, Sepultura o Santo entierro como también se le conoce y La tentación de San Antonio—, cada uno de los cuales corresponde a una tabla del retablo de Issenheim. Los del Bard College fueron consecuentes en la observancia fiel de la configuración armónica de la ópera, a partir de una polaridad mantenida por la relación tritonal de sol, re bemol y do sostenido.

Luego del intermedio, pudieron escucharse los acordes de Sinfonía No. 2 en Re mayor, Op 73, compuesta por Brahms en 1877. Volvería a registrarse la explosión jubilosa de un trabajo que contagia amor a la vida, al exudar jovialidad, alegría, optimismo, sosiego espiritual… Estados de ánimo, sentimientos traducidos de forma expedita por la batuta de Leon Botstein y respaldados por la energía necesaria de los muchachos para empeño demandante de resistencia y complicidad a grados similares. Ellos subrayaron los rasgos intrínsecos de los cuatro movimientos, sin perder el norte de conferir la unidad compositiva precisada por la partitura.

Lastimosamente, gran parte del público presente en tan exquisito paréntesis cultural del año en Cienfuegos estuvo conformada por extranjeros, y la presencia de adolescentes y jóvenes fue harto escasa, no obstante la existencia en la ciudad de una Escuela de Arte, con un Departamento de Música. Oportunidades así no deben ser desperdiciadas, cual base de retroalimentación de nuestros educandos de esa especialidad u otros.

La Orquesta del Conservatorio del Bard College no solo es legataria de las mejores tradiciones de ese tipo de formato e institución, sino continuadora en la contemporaneidad de esa cultura norteamericana que ha irrigado de esplendor al mundo en la música, las artes, la literatura y otras expresiones: o sea, la genuina gran cultura estadounidense, despojada de demagogia, discursos subliminales e intenciones aviesas,  edificada desde los magnos pilares del arte. Bañarse de sus aguas engrandece el espíritu. El “Terry” es uno de los espacios privilegiados en permitir relacionarnos con esta, dentro del apartado musical. Que nuestro público general pase de tamaña posibilidad deviene acto de miopía inconsecuente con la madera culta del espectador cienfueguero

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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