En el castillo hay una dama

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Fuente de riquezas como sugiere su nombre en lengua aborigen, la bahía de Jagua, al centro sur de Cuba, es responsable incondicional del influjo que ejerce la ciudad de Cienfuegos sobre quienes desde adentro la saborean y desde lejos la añoran.

Antes y después de la visita de Cristóbal Colón a la rada en 1494, sucesivos navegantes frecuentaron sus predios y comprendieron a primera vista hallarse ante un lugar de privilegios geográficos, bellezas desconocidas y cualidades que le ganaron entre los entendidos el sobrenombre de Gran Puerto de las Américas.

Recodos y rincones provistos de una exuberante vegetación costera resultaron albergue seguro para corsarios, piratas y filibusteros, quienes acudían a su abrigo en busca del refugio natural que les proporcionaba su contorno en forma de bolsa, con el propósito de comerciar con los moradores de la comarca o cometer fechorías de la peor especie.

Tal vez el primer pirata que frecuentó la bahía de Jagua fue Guillermo Bruces, quien llegó con sus secuaces a la zona para, según algunos cronistas y leyendas populares, enterrar cerca de la ribera un caudaloso tesoro. Tomás Baskerville y su escuadra irrumpieron en Jagua en 1602 con el fin de sacar algún provecho de su estancia; mientras que en 1604 aparecieron, provenientes de latitudes diferentes, los tristemente célebres Alberto Girón y Juan Morgan; así como en 1628, el pirata holandés Cornelio Foll, quien robó cuanto estuvo a su alcance, violencia mediante, como lo hicieran posteriormente Lorenzo y Carlos Graff. También, durante el siglo XVI, hicieron de las suyas por Cienfuegos, Francis Drake, Jacques de Sores, y otros temibles “lobos de mar”.

Con vistas a evitar estas peligrosas incursiones, se trató en 1682 de salvaguardar el puerto de Jagua —proyecto que no se llevó a la práctica hasta 1742—, por lo cual la Real Compañía de Comercio de La Habana planeó edificar a orillas de la bahía una fortificación, la que fue encargada al ingeniero militar Joseph Tantete Dubruiller, quien la concluyó completamente en 1745, erigiéndose sobre una pequeña altura, en la parte oeste del cañón de entrada de la rada sureña.

Como dato curioso valdría la pena aclarar que la construcción del castillo ocurrió muchos años antes de la fundación de Fernandina de Jagua, más tarde Cienfuegos (22 de abril de 1819), un suceso poco común en la historia de la arquitectura militar, sobre todo en una período donde las fortificaciones, por lo general, se construían para la defensa de las poblaciones previamente instauradas.

La sólida construcción cienfueguera se realizó en piedra, y cuenta con una estructura cúbica, de dos niveles, un puente levadizo y una garita abovedada. Todo ello al estilo del prestigioso ingeniero francés Sebastián Le Pestre, quien instrumentó su propio sistema de fortificaciones conocido como Vauban, el que establece la armónica relación entre el paisaje, la topografía y las formas geométricas. El castillo fue dotado con diez cañones de diverso calibre, pensando, quizás, que bastarían para detener y ahuyentar los buques piratas. Pero no se contó que éstos disponían de pequeñas embarcaciones, con las cuales buscaron la manera de realizar sus correrías.

UN FANTASMA AZUL

La Leyenda de la Dama Azul, transmitida de generación en generación, cuenta que en los primeros años de construida la fortaleza, y a altas horas de la noche, cuando la guarnición estaba descansando y los centinelas dormitaban, rendidos por la vigilia; cuando en el vecino caserío de marineros y pescadores todo era silencio; cuando reinaba la quietud y la soledad más solemnes, turbadas únicamente por el monótono ritmo de las olas, y la luna en lo alto del firmamento brillaba esplendente, envolviendo con su luz tenue la superficie tersa del mar y la abrupta de la tierra, entonces un ave rara, desconocida, venida de ignotas regiones, de gran tamaño y blanco plumaje, hendía veloz el espacio y dirigiéndose al Castillo describía sobre él grandes espirales, a la vez que lanzaba agudos graznidos.

Como si respondiera a un llamamiento de la misteriosa ave, salía de la capilla del castillo, desprendiéndose de sus paredes y filtrándose a través de ellas, un fantasma de mujer, alta, elegante, vestida de brocado azul, guarnecido de brillantes, perlas y esmeraldas y cubierta toda ella de la cabeza a los pies por un velo sutil, transparente que el cual flotaba en el aire, y después de pasear por sobre los muros y almenas desaparecía, súbitamente, como si se disolviera en el espacio.

Tal visión se repetía varias noches y producía verdadero temor entre los soldados que guarnecían la fortaleza. Aquellos curtidos hombres no se atrevían a enfrentarse con la misteriosa aparición y por temor a ella, se resistieron a cubrir las guardias nocturnas.

Un joven Alférez, nombrado Gonzalo, recién llegado, arrogante y decidido, quien no creía en fantasmas y apariciones de ultratumba, se rió de buena gana del pánico de los soldados y para probarles de lo infundado de aquella historia, se dispuso una noche a sustituir al centinela.

Hermosa era aquella noche, brillaban las estrellas en el firmamento y palidecía la luz por la intensa luna. El mar en calma susurraba dulcemente la eterna canción de las olas. De la tierra dormida ni el más breve ruido surgía. El ambiente era de paz y de recogimiento. El alférez pensaba en su mujer ausente, allá en lejanas tierras…

De pronto oyó un penetrante graznido y gran batir de alas, en el preciso momento el reloj del castillo daba la primera campanada de las 12. Levantó el joven la cabeza y vio la extraña ave de blanco plumaje, describiendo grandes círculos sobre la fortaleza, y cómo de las paredes de la capilla venía hacia él, la misteriosa aparición que los soldados llamaban la Dama Azul, por el color del rico traje que vestía.

El alférez dominó sus nervios y fue decidido al encuentro del fantasma. Lo que pasó después entre la Dama Azul y el alférez no ha podido saberse; pero a la mañana siguiente, los soldados hallaron al joven tendido en el suelo, sin conocimiento, y a su lado una calavera, un rico manto azul y su espada partida en dos pedazos.

Don Gonzalo se recobró de su letargo, pero pérdida la razón tuvo que ser recluido en un manicomio. Todavía hoy es creencia que la Dama Azul hace de tarde en tarde sus apariciones, paseando impávida sobre los muros del Castillo de Jagua.

Dicen que el fantasma de marras no es otra que Doña Leonor de Cárdenas —esposa del primer Comandante del Castillo de Jagua, Don Juan Castilla Cabeza de Vaca—, quien fuera enterrada en la capilla; y el ave, pues el propio Don Juan, que viene en su busca en las noches cuando la luna es más brillante.

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Mercedes Caro Nodarse

Licenciada en Comunicación Social. Directora del periódico 5 de Septiembre. Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba y de la Asociación Cubana de Comunicadores Sociales.

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