El último flautista real

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 21 segundos

Su silueta era parte de Cienfuegos. Efraín Loyola se transmutó en ciudad y pasó de ser músico, leyenda e institución para convertirse en referencia icónica del espacio urbano local.

Las calles de este entorno citadino le vieron crecer, madurar y envejecer, entonces ya con su andar semichaplinesco y las intervenciones cuasi cantinflescas de sus postrimerías en asambleas, plenos u otros encuentros.

Pero —ojo, cuidado con equivocarnos consigo— sus aparentes galimatías o recurrencias tautológicas nunca se dirigían al puerto de la nada; por regla existía una sabia moraleja subyacente en el lecho moral de sus asertos. Las personas más sabias de la comarca jamás rechazaron un diálogo con él. Es digno de recordarse el profundo respeto con el cual siempre lo escuchaba Orlando García Martínez, presidente de la Uneac aquí.

Dicho historiador exaltó “la trayectoria, las virtudes del maestro y símbolo de la organización intelectual”, en sus palabras ante la tumba del músico, durante el acto de enterramiento, lustro atrás, en el cementerio Tomás Acea. Justo en el mismo camposanto en cuya inauguración en 1926 participara el niño nacido el 18 de diciembre de una década atrás: detalle consignado en el libro Flauta por flauta, conversación con Efraín Loyola (Luis Ramírez, Editorial Mecenas, 2008).

El realizador cinematográfico Bárbaro Cabezas, integrante de la Uneac como el escritor antes referido, igual le dedicó su tributo al legendario artífice melódico, a través del documental Las huellas de un charanguero (2013).

A Loyola la inteligencia se la confirió la experiencia, más que los estudios. El Hijo Ilustre de Cienfuegos (merecedor de una Distinción Especial conferida por Miguel Barnet y Abel Prieto, presidente de la Uneac y ministro de Cultura, respectivamente) tenía especial discernimiento para reconocer a los alquimistas de fantasía, a los fundidores de oropel; como igual para detectar/ justipreciar al verdadero talento.

El viejo poseía una brújula cualitativa dentro de su cerebro; también una ética.

Y, además, un carácter maravilloso; clase (en sí se cumplió el axioma de que el hábito hace al monje: su traje y su instinto puesto en función de ameritar el peso de determinadas ocasiones desde la intención tanto de la prenda como de la actitud) y devoción por el terruño, el cual no abandonó ni ante la tentación mayor de continuar haciendo gloria nacional e internacional junto a la Aragón, orquesta que integró desde su fundación en 1939 pero solo hasta el instante previo al desplazamiento del colectivo hacia la capital, en 1953.

El flautista más viejo del mundo —lo llegaría a ser antes de su partida en 2011, como él mismo me reconoció una vez en diálogo publicado en el diario Juventud Rebelde— constituía una maquinaria perfecta para la creación artística.

En los anales o álbumes estadísticos quedarán sus más de 150 reconocimientos o premios; en el arte permanecerá su nunca interrumpido quehacer en el Conjunto Tradicional de Sones Los Naranjos, la Banda Municipal de Conciertos de Cienfuegos o las orquestas Aragón o la identificada bajo su propio apellido. ¿Cómo olvidar aquel “Efraín Loyola sí que tiene ritmo (…). Vámonos con Loyola (…). Vámonos a gozar (…)”.

Fallecidos José Antonio Fajardo (1919-2001) y Richard Egües (1924-2006), el querido símbolo se convirtió en el último flautista real de este país, de la vieja estirpe aurea de quienes transfundieron su ser al instrumento, e indiferenciable resultaban —por consecuencia— las sombras de ambos.

La capacidad de hacer de este hombre fue sencillamente excepcional. Hoy, a la altura del siglo de Loyola, ha de sugerirse su decálogo como propuesta de proyecto vital de las nuevas generaciones (no solo de músicos): laboriosidad, vitalidad, optimismo, fe, amor, fidelidad, solidaridad, resistencia, fuerza y sentido cabal de la demanda de cada momento de la existencia.

En el centenario del creador, además, es preciso recordar su fortaleza y decisión enrumbadas a abrirse paso en la vida. Fue limpiador de zapatos, panadero, vendedor de periódicos, tabaquero y músico de la banda de bomberos. Nunca se dejó aplastar por la miseria de la neocolonia ni quebrar su entereza, pese a las constantes penurias económicas y lo elidida que resultaba su raza en tanto política de estado de aquellos desgobiernos.

Loyola fue un gran ser humano, en toda la extensión del término.

Visitas: 57

Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *