El último día de Baldomero Duménigo (II)

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El día que lo iban a matar resultó demasiado largo para Baldomero Duménigo, a pesar de sus escasas 20 horas, pues a las ocho de la noche del domingo 22 de agosto de 1926 ya era cadáver sobre una camilla del hospital Gerardo Machado; por una broma del destino nombre y apellido del firmante de la orden de asesinato del dirigente gremial de los ferroviarios cienfuegueros.

Tan largo que le dio tiempo para un viaje de ida y vuelta a Santa Clara. Pero bueno, en aquella época la gente ajustaba la hora de sus relojes cuando los trenes pasaban por las estaciones de los pueblos.

Temprano en la mañana salió de su casa, en la esquina de Reina y Arango. Llevaba de escudero a José Macías, secretario de la filial cienfueguera de la Hermandad Ferroviaria. Caminaron hasta la farmacia La Americana, dónde Baldomero se puso una inyección, y luego pasaron por la sede social de la cofradía de los ferrocarrileros. Por entonces en San Carlos y Bouyón.

A la salida del local el hombre cuya sentencia de muerte ya había sido firmada días antes en el Palacio Presidencial invitó a su colega a pasar por el café El Parque.

-“Voy a darme hoy un gusto con algo que hace mucho ansío: Quiero tomarme un café y comer pan con mantequilla. Tengo un deseo verdadero de hacerlo, cosa extraña en mí”, comentó el candidato a mártir obrero.

De la cafetería dirigieron sus pasos a la estación ferroviaria de la calle Gloria. Macías lo despidió en el andén luego de realizar las respectivas presentaciones entre Duménigo y el general Eduardo Guzmán, quien viajaba con idéntico destino, la capital provincial.

En la ciudad acampada sobre el domo de Cubanacán Baldomero logró entrevistarse con el capitán Emilio San Pedro, a quien lo unía una íntima amistad. A todas luces, sabiéndose al borde del precipicio, le pidió algún tipo de ayuda al militar.

Unas fechas antes la Hermandad, conocedora del precio de la cabeza del remediano afincado por años en la Perla del Sur, había realizado los arreglos para sacarlo del país. Ya estaba en Matanzas presto a embarcar rumbo a México cuando recibió un mensaje con la contraorden de que regresara al punto de origen. Apuntalaron la razón del retorno los argumentos de un militar recibido por Machado para tratarle el asunto Duménigo. “No me hables más de eso. Es un asunto resuelto”, fue la lacónica respuesta de quien iba a pasar a la historia con el epíteto de burro con garras.

En aquellas palabras presidenciales pudo haber pensado mil veces a lo largo del viaje de regreso mientras la vista se emborrachaba de verde con la exuberancia de los cañaverales aledaños a las paralelas. Aunque en algún punto del recorrido dispuso unos minutos para comprar un par de pollos pechugones con la intención de que Obdulia se los cocinara al día siguiente.

A las seis en punto ya estaba de vuelta y decidió esperar en la esquina de Gloria y Santa Elena una guagua de las que rendían el servicio entre el reparto Pérez Morales y Reina. Con el par de aves adquiridas lo encontraron allí dos señoras amigas de la familia, gracias a cuya inesperada presencia en el lugar, y el consiguiente chachareo, la vida de Baldomero ganó una renta de casi 120 minutos adicionales.

Porque en el mismo sitio pensaban liquidarlo los agentes del Servicio Secreto (casuales siglas, SS) de Palacio que andaban a su caza. A los órdenes del conocido matón apellidado Mayarí.

Mientras, la noche estival iba cerrándose sobre la ciudad, agregando una cortina de fina lluvia al misterio de la oscuridad.

Conocedor de que Duménigo ya estaba en casa, Pepe Macías fue por él. A pesar de la extenuante jornada, necesitaba su presencia en la Hermandad a fin de que firmara balances contables e hiciera entrega de la tesorería de la institución a la persona encargada de sustituirle, pues la renuncia al cargo del hombre que iba a morir databa de algunos días.

Baldomero paladeaba la última cena de su vida y conminó al visitante a que lo esperara en la sede social. Macías quiso quedarse para volver a hacer juntos el camino de aquella misma mañana, pero el anfitrión se mantuvo en sus trece. Le exigió que atendiera su deseo. Que fuera delante y lo aguardara en la Hermandad.

Casi detrás del colega sindical, salió el joven Federico Duménigo de la casa familiar. A lo mejor le extrañó que el foco eléctrico de la esquina conspirara a favor de la oscura noche de agosto. Muy poco llegaron a caminar ambos cuando escucharon a sus espaldas los cuatro disparos que ejecutaron la orden presidencial.

“La cabeza de este hombre me huele a pólvora”. Acababa de cumplirse la predicción de aquellas palabras del tristemente célebre Alfonso L. Fors, jefe de la Policía Judicial, muy frescas aún en la memoria de un testigo cienfueguero relacionado con la cúpula de Palacio. Y escuchadas al término de las gestiones del sicario, poco antes de abandonar Cienfuegos, luego de investigar la posición contestataria de algunos líderes ferroviarios de la ciudad. Principalmente la del entonces tesorero de la Hermandad.

(Continuará).

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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