El señor Ibrahim y las flores del Corán: Tazón de miel de Dupeyron

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La rue llena de prostitutas baratas del París clase trabajadora de los sesentas donde vive Momo, uno de los personajes centrales de El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003) le permitirá a punto de cumplir los 16 conocer el sexo en variante especializada. Será un gozo tremendo para el joven adolescente judío (Pierre Boulanger) que escarba cada centavo para poder dormir con alguna de las asalariadas de la calle, pero le faltan otras cosas, mucho más intensas e imperecederas, como la presencia materna, el cariño de su padre, la posibilidad de dialogar en la intimidad del hogar y de abrirse al mundo disponiendo al menos de un -aunque sea limitado- código filosófico derivado de las enseñanzas filiales. La vida de Momo requiere de apoyos espirituales, asideros morales a fin de superar los inesquivables escollos de la adolescencia y seguir adelante. A un cruce de calle hay un anciano que maneja una tienda, a quien todos llaman “el árabe” (Omar Sharif), que comienza a relacionarse con el muchacho, para progresivamente conciliar una amistad consigo que constituirá, ante todo, soberana lección de vida, vital propuesta afirmativa.

La intención del señor será la misma de una película que se abre desde el título, el musulmán Ibrahim viene a perfumar ambientes (da igual que sean la beligerancia judío-musulmán de esos inmigrantes en la Francia de aquella época; el conflicto israelo-palestino hoy, o los tantos que maldicen la Tierra aquí y allá- con sus flores -o sea, todo lo bueno- del Corán: concordia, paz, entendimiento, positividad, fe, alegría. “Sonríe, le dice Ibrahim a Momo, sonreír es lo que te hace feliz”. Y si bien sienta bien este tazón de miel en medio de tanto cine nihilista y descreído, llega el momento en que casi te empalaga su ingestión en forma de sermón. Corre ahora el mismo riesgo Francois Dupeyron que con su ópera prima ¿Qué es la vida?: el exceso de buenas intenciones del filme lo lastima. Su buena leche, el inmaculado candor de frases hechas sobre el lomo de un aparato dialogístico que no puede embozar su matriz literario-teatral ( la cinta está basada en la novela y puesta homónimas de Eric-Emmanuel Schmitt) perjudica la conexión total de un receptor de cierta astucia cinéfila con lo narrado. Dupeyron juega demasiado con el elemento emocional, al grado de socorrer a francos recursos del melodrama más sobado (el incidente de cierre con el señor Ibrahim, solo un ejemplo). Como al hombre se le acaba en determinado momento lo que tiene para contar, introduce un apéndice conclusivo que tiene la misma función de las amígdalas, si lo arrancas no pasa nada: deviene opción disruptiva ese viaje turístico-raigal de Ibrahim con Momo a la aldea natal turca del veterano. Ya el sentido del filme quedaba más que remarcado en la interacción del viejo con el joven en París, ya allí contribuyó a ensancharle la sed por el conocimiento, sembrarle optimismo, infundirle capacidad de abrirse siempre ante la vida, enseñarle ser tolerante. A Momo y a nosotros. Sobraba la tournée.

Uno se ubica en posición difícil al evaluar obras como éstas, porque sin dudas El señor Ibrahim… es una película linda, bonita, de buen corazón. Con perfecto sentido del ritmo: ni la morosidad del cine de qualité galo ni la eyaculación precoz del americano. Además de contar con la espléndida actuación del resucitado actor egipcio Omar Sharif, a quien con justicia le confirieron el César de Actuación 2003 por la interpretación de marras, junto a los buenos empeños del jovencito Boulanger. Pero la trascendencia hoy día en cine pide un poco más que eso. En verdad esperaba mayor contundencia en la nueva entrega de quien en a inicios del siglo XXI era considerado uno de los realizadores franceses de mayor renombre internacional luego de su Concha de Oro en San Sebastián con la citada ¿Qué es la vida?; el inusual y macizo ejercicio de cine bélico titulado El pabellón de los oficiales y Clandestino, de 2004, que se llevó magníficas críticas en Francia y España.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica