El sacerdocio de la pizarra

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El primer amor se olvida. La mayor parte de las veces no tiene importancia. El primer maestro jamás se olvida. Tiene toda la importancia.

En realidad nunca se olvida a ninguno: ni a los excepcionales, ni a los buenos, ni a los regulares. Tampoco a los malos o hasta algunos peores que confundieron la profesión, para provocar mucho más daño que beneficio.

El magisterio constituye el oficio de mayor significación social, psicológica, emocional, cognoscitiva, ética, propositiva, meliorativa del universo.

A la verdad, supera el término de oficio o profesión. Es arte, don.

Y -además-, vocación de servicio, escuela, tino, olfato, presciencia, dignidad, sagacidad, consagración, sacrificio, fe, entrega. El sacerdocio de la pizarra.

Maestros, profesores levantan edificios morales, contribuyen a erigir cosmovisiones y deontologías, instan a abrazar conocimiento y sapiencia.

No son padres biológicos, pero algo de ello tienen también. El buen profesor lleva incorporado a su ADN el carácter paternal que implica no solo enseñar, sino también proteger, preservar, encaminar al alumno: devenido, igualmente, hijo durante la etapa a su cuidado que, en mera aritmética temporal, resulta casi igual o en ciertos casos hasta más dilatada que la de sus progenitores.

El maestro, su institución, merece el respeto total de estudiantes. Y de padres. En sí se encuentra depositada la confianza para educar e instruir a nuestros hijos. Desconsiderar o irrespetar al profesor deviene afrenta a un orden establecido por las tradiciones e inteligencia de los pueblos. No en balde todas las culturas poseen en altísima estima al practicante de esta profesión honrosa y bella; temible e ingrata; dificilísima e incomprendida en ocasiones.

Ojalá nuestro Estado, que focaliza en la Educación uno de sus principales estandartes, en algún momento cercano identifique las condiciones para un incremento salarial sustancial. Ojalá se acabe el éxodo profesoral y ojalá mayor volumen de estudiantes se enamore de profesiones pedagógicas que, por algún criterio para mí indescifrable, suelen apreciarse por ciertas ópticas como “menores”. Lesa contradicción que hiere incluso a quienes no lo seamos, pero nos sensibilizamos con la labor de maestros y profesores.

Esta semana comenzó el nuevo curso escolar. Debemos apoyar a los docentes en su trabajo cotidiano; en sus estrategias, a la vez las nuestras.

Son los inicios de curso momentos siempre emotivos. Si esta no fuera una columna, lo siguiente se vería como yoísta, mas como el género permite la personalización, sería mentirme (les) si no escribiera aquí que vienen a mi mente, ahora, muchos de mis grandes maestros, a quienes 41 años después de pisar por primera vez un colegio recuerdo con sumo cariño.

Desde aquella Cusy del preescolar de la Escuela Primaria José Martí, a la Carmen Pérez Chepe del quinto grado de ese mismo centro (salvo Flora y Blanca, de primero a cuarto no hallo buenas remembranzas, pues tuve —ya en aquella época, de mayor estabilidad en los claustros— diversidad de docentes y entre ellos a una antipática joven maestra en formación que representó el primer motivo de desdén de mi vida escolar. No fue ella sola, hubo vario(a)s).

Evoco a Celia y Sueiras, en el sexto grado. Los quise mucho a los dos. De los seis mencionados hasta ahora, sé con certeza que cuatro ya no se encuentran vivos. Si pueden leer desde allí, sabrán que les tengo presente. Lo mismo a María Julia, Daniel y Osvaldito, los docentes de Biología, Geografía y Matemáticas de la secundaria. A tres grandes profesoras del preuniversitario: María Antonia, de Matemáticas (tan negra,  grande y mujer como mi maestra Celia); a Ñiquita, de Inglés; y a la inolvidable Lourdes León, la más cercana a mí por afinidades y mundos de atracción vinculados a las letras y nuestro magno idioma. A mi profesor de judo en esa misma ESPA de la enseñanza preuniversitaria: Alfredo La Guardia, actual comisionado de la especialidad, un querido ser humano, grandiosa persona, a quien mucho le debo.

No tengo muchas buenas remembranzas docentes de la plúmbea Universidad de La Habana del período especial. Un segmento del decanato y del claustro me provocaba urticaria. El mejor profesor de todos, a la larga no compartiría ni mi destino ideológico ni mi escenario geográfico, pero igual lo sigo respetando.

Tuve el honor de ser tutoreado en la tesis de maestría por el maestro de los periodistas cubanos del siglo XX: Enrique de la Osa, cuya misma conducta era puro magisterio, entereza, sabiduría, ética. A ellos, como a otros a quienes el espacio impide citar aunque hoy quisiera, eterna gratitud, eterno cariño.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

2 Comentarios en “El sacerdocio de la pizarra

  • el 20 octubre, 2016 a las 9:53 am
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    Profesor Toledo, me honran sus palabras. Gracias por su comentario. Ojalá se estimule más, a todos los niveles, la labor del maestro.

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  • el 19 octubre, 2016 a las 8:45 pm
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    Este artículo lo leí desde que salió en el 5 de Septiembre de los viernes y lo tengo guardado en mi portafolios. Le he vuelto a hacer la visita en el digital varias veces y me sorprende que no tenga comentarios. Este es el mío. Se está pidiendo la estimulación y el reconocimiento a la labor del maestro, bueno pues usted lo ha hecho en su columna de forma magistral, por lo menos así yo lo siento. Muchas gracias de parte de uno de esos que trata de dejar en sus alumnos los buenos recuerdos que varios dejaron en usted.

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