El pretexto como arma política, visto por el cine norteamericano

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El “cine de presidentes”, aciago subgénero que comenzó a frecuentar la pantalla norteamericana a partir del segundo lustro de la década de los noventas del pasado siglo (aquí, por supuesto, no hablamos de las películas anteriores de Oliver Stone sobre JFK y Nixon), parió filmes con mandatarios príncipes azules o expertos combatientes de artes marciales, sexo sadistas o cazadores de extraterrestres…

Este rosario de estupideces, al cual contribuyeron hasta directores de medio/alto prestigio a la manera de Wolfgang Petersen, Rob Reiner y Clint Eastwood, modificó tan abrupta como momentáneamente su enrumbe en 1997, merced al realizador Barry Levinson y su todavía recordado largometraje La cortina de humo (Wag the Dog), que sobrepasó la media, al aportar y decir algo, por primera vez, en el decurso de la “presidentamía” fílmica.

El título (relanzado al calor de sus veinte años en salas fílmicas cubanas el pasado mes de octubre y además re-exhibido en fecha reciente por la televisión nacional) describe la fabricación artificial de un conflicto entre los Estados Unidos y ¡Albania!, con el objetivo de desviar la atención del escándalo interno suscitado a las puertas de las elecciones tras el acoso sexual perpetrado por el presidente a una jovencita en la Casa Blanca.

A todas luces, se trata de un centro de atención inventado, a imagen y semejanza de los tradicionales pretextos históricos que las administraciones estadounidenses emplean a lo largo de la historia en tanto herramienta política, por regla general con los fines más espurios y que en nuestro país -del Maine al orquestado “caso” de los falsos ataques sónicos a los diplomáticos yanquis en La Habana-, tan bien se conocen.

En La cortina de humo toda la campaña en defensa del número uno será desarrollada por el astuto personero presidencial Conrad Brean (Robert De Niro) y el productor hollywoodense Stanley Motts (Dustin Hoffman). La composición del primero de este curioso desfacedor de entuertos propende al empine meliorativo de la pieza de Levinson. La “filosofía del método” propugnada por De Niro encuentra aquí la desembocadura ideal, pues planifica y construye un personaje cuya aparición vivifica el torrente sanguíneo de la película. Un afilado trabajo facio-gestual le permite transitar toda la amalgama de expresiones irónicas y/o desenfadas que demanda su Conrad Brean. Logra relegar del foco rojo de la mirada del espectador al mismísimo Hoffman, pese a la clase del “hombrecito” y otro elemento no determinante pero que pesa en algunos casos: la relación de trabajo tejido entre Dustin y el director Barry Levinson desde los tiempos de Rain Man y perpetuada luego a través del exponente de marras y su contemporánea Esfera.

Manejada en un explícito y por momentos reforzado tono satírico, La cortina de humo constituye irónica representación artística de la mirada de Norteamérica frente al espejo y la comprobación inmanente en el cristal de la porquería que emboza su estructura política.

Representa la constatación cinematográfica de todo el proceso de maquillaje del suceso informativo falso convertido en “noticia”, desde el instante cuando “acontece” hasta el acto de aparición del speaker ante medios de prensa que – en muchos casos vinculados a intereses con agendas anexas al poder-, lo presentan totalmente retocado, falseado a la opinión pública.

Deviene diagrama artístico de las artimañas de cerebros grises encargados de limpiar la sordidez dejada al camino por sus jefes, a través de cuanta vía sea posible. Y reflejo fidenigno del poder increíble de la televisión para dorar o desintegrar imágenes; así como de su maridaje (ya entonces) con la computación, que puede engendrar cualquier efecto simulado: el detalle, delicioso en su desarrollo por cierto, de la joven “albanesa” en medio de un entorno dantesco generado por ordenador nos hizo recordar aquel supuesto Chernobil inventado por una televisora italiana a partir de imágenes tomadas en un muladar milanés.

Interés complementario del trabajo de Levinson estriba en su carácter premonitorio. Diferencias más o menos, no existe demasiada distancia entre las señales del relato y las dieciséis acusaciones de abuso sexual formuladas contra Donald Trump; como tampoco, sobre todo, entre el affaire del presidente Bill Clinton y la becaria Mónica Lewinsky.

Cuando el rodaje del filme estaba en fase conclusiva, comenzaron a propalarse por internet los rumores de la referida “relación impropia” sostenida por el mandatario, las cuales luego The Washington Post difundiría oficialmente.

Nota curiosa, dicho periódico, el primero en publicar el escándalo presidencial, tres semanas antes de sacarlo a la luz había endilgado a La cortina de humo el calificativo de “ineficaz sátira blanda”: de las pocas críticas adversas recibidas por la cinta en los Estados Unidos. Aunque, fenómeno supraartístico al fin, influiría en las reseñas subsiguientes el grado de analogía realidad/ficción.

Pero en verdad, más allá de las convergencias, esta comedia dramática tiene real connotación político-social, innegable dimensión cualitativa y hasta pudiera afirmarse que determinada dosis de valentía. Coartado todo esto, no obstante, por incongruencias del guion de Hillary Henken y el conocido David Mamet sobre la novela de Larry Reinhardt American Hero. El libro cinematográfico hincha demasiado la cuestión del “soldado Zapato” y al personaje de la asesora interpretado por Anne Heche no le confieren personalidad dramática, pese al esfuerzo manifiesto de la intérprete por insuflársela. Su dependencia y asentimiento hacia todo lo dispuesto por Conrad Brean dice poco de una mujer que supuestamente debe ser una “inteligencia” -como la del personaje análogo lo es para el presidente Blanco (Ricardo Darín) en La cordillera, el reciente largometraje argentino del realizador Santiago Mitre. Por otro lado, las escenas de la CIA interceptando a la pareja de la asesora y Brean resultan pueriles, principalmente su resolución del agente convencido por la verborrea del propio Conrad.

La cortina de humo (Oso de Plata en el Festival de Berlín, en 1998) precedería a otras cintas interesadas en la relación políticos-faldas y sus derivaciones. Coyunturas y manquedades de este tipo de cine al margen, tal tendencia representaría índice denotador del interés de algunos cineastas norteamericanos por trasladar al celuloide matices íntimos de un marco de poder demasiado sinuoso como para atraparlo en toda su gama de oscilaciones. Si bien, cada intento respaldado por un afán de objetividad, como el caso de esta película, obtendrá siempre las aquiescencia de quienes degustamos y valoramos la obra.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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