El mismo racismo cerval, pero contra personajes audiovisuales

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Sometidos durante casi un siglo al racismo, la misoginia y la homofobia por obra de los gerifaltes de los grandes estudios, los tiempos y el sistema político de su país, a partir de hace unos pocos años los relatos cinematográficos de Hollywood comenzaron a experimentar ciertas modulaciones en su forma de aproximarse, contemplar e insertar las alteridades.

Ello no se constata, tanto, como parte de necesarias lógicas de evolución natural de planteamientos primitivos a contemporáneos, sino cual respuesta-reflejo de la industria a la incidencia de movimientos a lo Black Lives Matter o comunidades a la manera de la LGTBI, la ascendencia progresiva de la presencia latina y de otros orígenes en los Estados Unidos, o el #MeToo que este octubre alcanza su lustro.

La compañía Disney, parte poderosísima de la industria hollywoodense, no ha estado ajena a las respectivas repercusiones de dichos fenómenos socioculturales. Así, la recta más próxima del siglo en curso marcó la irrupción de filmes animados que empezaron a hablar directamente o de forma alegórica sobre temas tabúes u obliterados en dicha franja fílmica, e incorporaron criaturas de diversas pigmentaciones de piel y estatuto sexual no acorde con el patrón heteronormativo.

En tal sentido de aperturas, llama menos la atención el abordaje al barco de temáticas tan diversas como la menstruación o la senectud, que el inicio de una transformación, muy tímida aún de cierto, abierta a la discreta visualización de la homosexualidad y al cambio del color de la piel de los personajes, en cintas de dibujos animados o de imagen real del emporio audiovisual del castillo azul.

Algo que en otros países nos pareciera tan sencillo, en nada lo es allí, porque cualquier reversión o siquiera mínima modificación halla fortísimas barreras culturales y el choque contra el imaginario de esa vasta filmografía con preeminencia absoluta de elencos tan blancos como sus puntos de vista. Caucásico fue, y es, el prototipo clásico de personajes desde los tiempos fundacionales de Disney hasta la actualidad.

Cualquier variación, de raza o de identidad de género, que “afrente” el canon tradicional conservador, concita duros ataques dentro de los Estados Unidos, pero también en el exterior. Frescas están todavía las noticias, el pasado junio, sobre la prohibición del estreno del largometraje animado Lightyear en catorce naciones, tras Disney rechazar la eliminación de un fugaz beso lésbico de escasos segundos, el cual ya antes había provocado problemas en el estado norteamericano de Florida debido a sus leyes anti LGTBI.

Independientemente de que Disney —campeona del conservadurismo y de sospechoso interés real por la inclusión—, procediera de tal forma por oportunismo, postureo o real convicción, su decisión sí podría haber marcado un camino para que otras compañías no se dejasen amedrentar en sus determinaciones creativas, más allá del tema en cuestión. Aunque no tendría el poder suficiente para acallar los ataques racistas y sexistas a intérpretes de posteriores trabajos de diversas cadenas, como la serie Sandman, encendidos poco después a través de las plataformas digitales. Tampoco las duras críticas de demasiados internautas a los personajes negros de —las en formato análogas—La casa del dragón y El señor de los anillos: los anillos del poder. O al hada afro de la última versión fílmica de Pinocho, dirigida por Robert Zemeckis.

Al margen de que no siempre exista una justificación histórica, sobre todo en series ambientadas en tiempos antiguos y en contextos nórdicos, para la aparición de personajes de origen africano, y algunos tiendan a ver la apelación más bien como una forma fagocitaria-condescendiente de avenirse con los nuevos aires, o diversidad con calzador, a todas luces tales censuras en las redes evidencian elocuentemente el racismo cerval que hoy día aún subsiste en las naciones occidentales, muchas de estas antes esclavizadoras.

Racismo —sistémico en un país como los Estados Unidos, solo en proceso de desplazamiento ahora hacia los personajes de películas, series y obras de teatro— que rebosó hace meses desde la primera noticia relacionada con la nueva versión de La sirenita en fase de postproducción por Disney y con el protagónico de una actriz afroestadounidense. Sería, tan solo, el segundo personaje central de esa raza en la historia del sello, tras Tiana y el sapo (2009). Entonces en animación, ahora en imagen real.

Interrogado el pasado 7 de octubre por el diario madrileño El Mundo sobre el revuelo causado por la próxima sirenita negra, el actor español Javier Bardem respondió algo que en cierto modo resume cuanto ocurre: “Ese ejemplo es todo un símbolo de cómo la mente adulta adultera y manosea la belleza de la fantasía. Los niños no ven ningún problema en que la Ariel sea negra. Ellos quieren el cuento simplemente. Lo único que se consigue con este tipo de polémicas es plantar semillas de odio en la mente de los niños. Nadie nace racista, se le educa a ser racista. Y luego ves cómo gana la extrema derecha en Italia… La extrema derecha se alimenta del miedo que siembra. Da miedo que se normalice el que alguien por ser negro tenga un problema de representación”.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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