El gran timo

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Casi todo es mentira, parte del gran timo, del extraordinario negocio en que se ha convertido “opinar para” en internet

A lo largo de esta década, numerosos lectores, cubanos y extranjeros, me han escrito inquiriendo por qué varias de mis reseñas a películas y series publicadas tanto en la página cultural de 5 de Septiembre impreso, aquí en su versión digital, como en el blog de crítica La viña de los Lumière censuran a esas obras, cuando, por el contrario, aseguran, “en internet se dice que son muy buenas”.

Una respuesta, in extensis, demandaría un espacio considerable, por lo que hemos de ir directamente al grano. Queridos lectores: Porque en internet escriben o hablan mil idioteces personas sin dominio teórico de absolutamente nada, desprovistas de criterio sustentado y de formación estética. Y, además, también lo hacen otras incluso más peligrosas—, que aunque poseedoras de cierto o considerable conocimiento, en muchos casos son tarifadas por las cadenas de televisión y estudios cinematográficos con el objetivo de que les alaben sus nuevos títulos.

No es un secreto, la industria hegemónica dispone, para su empleo en el momento que lo requiera, de una pléyade de periodistas, influencers, groupies, youtubers, blogueros y hasta —lamentablemente— desvergonzados críticos que tienen por función ponderar las producciones del o de los estudios a los cuales ofrecen sus servicios, a cambio de pago en efectivo o en especie (puede ser desde relojes caros a todo el merchandising de los filmes o series en fase de promoción/distribución), viajes a distintas capitales donde se registren las premieres mundiales, entrevistas con actores famosos y otros privilegios.

¿Y, entonces, se puede confiar en alguien o algo en esta era de “democratización” de la información? Sí, aún existen voces, oasis éticos, criterios especializados, revistas de prestigio y libros donde se concentran los saberes más lúcidos e incorruptibles. Lógico, esas islas de luz no van a encontrarse jamás en esas fábricas de destrucción intelectual nombradas Facebook o Instagram, como tampoco en algunos de los medios de prensa que califican a cintas o series con estrellitas al final de la reseña, ni en millones de espacios personales signados por el voluntarismo y el mero afán individual de opinar sobre algo de lo cual solo se alberga una vaga idea.

¿Qué hacer, pues? Buscar aquellos sitios y firmas autorizados, consultarlos menos para remedar los juicios de sus especialistas que para contrastar la valoración suya, detectar semejanzas o diferencias entre la aproximación de ellos y la vuestra. Pero, mucho más que eso: ver el mejor cine de todos los tiempos, de todas las filmografías —sin complejos o minusvaloraciones—, revisar a los autores fundamentales que no lo son por gusto, revisitar los movimientos históricos del séptimo arte, recorrer las grandes series, leer libros especializados de cine o televisión.

Leer —siempre leer—, de arte y de todo lo divino y lo humano. Son las únicas formas de forjarse el sentido estético que permita germinar un punto de vista exegético riguroso, coherente y aprehensivo. Así nadie le timará y, a pesar de que centenares de páginas webs alaben hasta el cansancio cualquier sosería, usted sabrá que le intentan pasar a un mercadillo por el Louvre, y no se dejará engañar.

La cultura, puente a la verdad, nos hará libres; lo sabemos con Martí y Fidel.

Por supuesto, las plumas o voces alquiladas no se circunscriben al universo audiovisual. También están presentes en una y media de cada dos opiniones vertidas en torno a la moda, la belleza, los viajes, la gastronomía…

Todos los productos que “sugieren” las que viven de hablar de “moda y belleza” (esas Mariale, esas Sandra Cires, esas Dulceida) son los que se encuentran en el catálogo de promoción, o de revivificación, de las casas o agencias que les pagan. Ninguno es mágico, ninguno hace milagros. Casi todo es mentira, parte del gran timo, del extraordinario negocio en que se ha convertido “opinar para” en internet.

Y, lo más hilarante o paradójico según pueda o quiera mirarse, es que la engañifa resulta pública, lo cual convierte al receptor en un ente aborregado, sabedor de que le están dirigiendo el curso de su intención cultural o comercial. Para que se tenga una idea, medios españoles difundieron cómo se le pagaba a los influencers en 2018: “En el caso de un mensaje en Twitter/Facebook, entre 80 y 100 euros por post en caso de tener 10.000 fans/impresiones; 300 euros para 50.000 fans y hasta 3.000 para medio millón. Se paga mejor Instagram: 120-150 euros por foto para 10.000 fans; 500 euros por 50.000 impresiones y a partir de 2.500 euros en el caso de tener más de medio millones de seguidores. ¿Qué se paga más?: Los vídeos de Youtube, con entre 150-300 euros por 10.000 seguidores, y 10.000 euros por medio millón de seguidores”.

Ellos trabajan para los emporios que les dan el cheque; no para sus seguidores.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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