El entenado: la otredad de la conquista

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Perdido por más de cuatro siglos en la historia de la conquista de América, el grumete Francisco del Puerto resucitó en la literatura del argentino Juan José Saer. El entenado (1983) es la reconstrucción diacrónica y ficticia de la vida de un español, que solo toma de Francisco rasgos peculiares como su condición de grumete y los percances de su llegada a América. Los sucesos posteriores de la obra derivan de esa imaginación fascinante y fascinadora de Saer.

El entenado, como personaje, sufre la falta de atención que se origina en su propia orfandad y desarraigo, y es adoptado una y otra vez, teniendo que adaptarse a cada uno de sus hogares: de los brazos portuarios de las putas a los brazos marítimos de los marineros, de los brazos turbulentos del mar a los brazos firmes de la tierra, de los brazos de una civilización a los brazos desafortunados de la “barbarie” consentida y luego olvidada.

Y sin siquiera sospecharlo será siempre el extraño, el que ha venido desde otra parte del mundo, con piel pálida, barba y su ambición, y luego retorna sucio, indescifrable, apenas audible a una civilización que lo descarta y teme. Aquel que tendrá que conformarse con no ser comido mientras asiste de espectador al festín antropófago del cual, sus antiguos compañeros de viaje son el plato fuerte. Y asumirá su cautiverio (in)voluntario con la parsimonia del adoptado, intentando integrarse a una tribu que lo acoge al tiempo que lo aísla, lo margina con sus costumbres y lo obliga a reacomodarse, a entenderlos, a descifrar los entresijos de un idioma vernáculo alejado del castellano no solo por kilómetros de olas y viento, un idioma donde un vocablo puede albergar varios significados esencialmente contradictorios.

Su asistencia al canibalismo ritual y cultural ejecutado por los colastiné, en lugar de provocar un sentimiento de asco, repugnancia y temor, está atenuada por el hambre, evidencia del instinto oscuro y amoral que nos persigue como raza.

“Estas cosas son, desde luego, difíciles de contar, pe­ro que el lector no se asombre si digo que, tal vez a cau­sa del olor agradable que subía de las parrillas o de mi hambre acumulada desde la víspera en que los indios no me habían dado más que alimento vegetal durante el viaje, o de esa fiesta que se aproximaba y de la que yo, el eterno extranjero, no quería quedar afuera, me vino, du­rante unos momentos, el deseo, que no se cumplió, de conocer el gusto real de ese animal desconocido. (…) Parado inmóvil entre los indios inmóvi­les, mirando fijo, como ellos, la carne que se asaba, de­moré unos minutos en darme cuenta de que por más que me empecinaba en tragar saliva, algo más fuerte que la repugnancia y el miedo se obstinaba, casi contra mi voluntad, a que ante el espectáculo que estaba contem­plando en la luz cenital se me hiciera agua a la boca”.

Según sus apreciaciones, los indios evadían una fuerza oscura que los consumía. Pasaban gran parte del tiempo siendo higiénicos, detallistas: “Era un pueblo urbano, trabajador, austero. Bromeaban poco y, aparte de las criaturas, que en general jugaban en las afueras, casi nunca se reían. Las mujeres parecían me­nos serias que los hombres o, tal vez, menos rígidas. La actitud de los hombres lindaba con la hosquedad, la de las mujeres, con la resignación y con la indiferencia. Hembras y varones parecían hacer las cosas no por gus­to, sino por deber. De la vida común, el placer parecía ausente”.

Quizás por ello eran presas de una transformación de carácter anual que los poseía. Algo interno los empujaba a devorar carne humana, a emborracharse, copular incestuosamente y luego se exorcizaban con el olvido. Un círculo vicioso los envolvía, los obligaba a esas prácticas arraigadas en sus costumbres.

Diez años vivirá entre los colastiné, una década siendo el Def-ghi y significando lo etéreo y lo duradero, la ausencia y su contrario, el reflejo en el agua, el imitador, el espía, el adelantado. Def-ghi, en aquella lengua albergaba varios sentidos, tantos que: “Después de largas reflexiones, deduje que si me habían dado ese nombre, era porque me hacían compartir, con todo lo otro que llamaban de la misma manera, alguna esencia solidaria. (…) Ame­nazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fue­se, ante el mundo, su narrador”.

Lo que pudiera concebirse como una novela histórica y de hecho lo ha sido para algunos segmentos de la crítica, es más una novela antropológica con pespuntes picarescos. Es también una novela de la otredad, de cómo percibimos al otro, en cultura, lenguaje, civilización. Su lectura me recuerda a Esperando a los bárbaros´, de J.M.Coetzee, y la antítesis perenne de que los bárbaros, los incivilizados fueron quienes colonizaron y extinguieron en masa a los que consideraban inferiores. Saer reescribe la conquista desde lo psicológico, desde la perplejidad de la salvación de la cual es testigo y beneficiario su anónimo protagonista.

Dentro del corpus existe un fragmento profético, augurio del exterminio casi masivo de una raza: “Fui sabiendo, poco a poco, que no quedaba nada de ellos. Ya cuando el barco bajaba hacia el mar, escol­tado de cadáveres, me di cuenta de que no habían sa­bido, cuando esa tormenta nueva empezó a golpearlos desde el exterior, ponerse al abrigo”.

Un rasgo importante es la policromía dentro del texto, argumentada en las descripciones que del viejo y el nuevo mundo asumeSaer. España será blanca, como una hoja que precisa escribirse o desvirtuarse, mientras que América será colorida y mágica, con las estrellas al alcance de la mano. España lo impoluto y América el mestizaje, la fusión.

Las situaciones que derivan del reencuentro del protagonista con su patria se engarzan a la diégesis para aportarle algo de contexto y situarnos al personaje en ese presente prescindible con respecto a la historia con los indios, eje central y definitorio. El autor emplea un narrador-personaje que vivifica y evoca, desde la memoria, su encuentro con lo desconocido. Las formas de narrar pudieran ser otras, el protagónico pudiera tener nombre, la trama aún es perfectible, pero sin dudas El entenado es una de esas novelas que definen la literatura latinoamericana contemporánea y la hacen universal.

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Yadiris Luis Fuentes

Licenciada en Periodismo por la Universidad Hermanos Saíz Montes de Oca de Pinar del Río en 2015. Egresada en 2014 del XVI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz en el apartado de Literatura.

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