El Duque y yo, vestidos de chisme y nada más

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No es raro que la teleserie estadounidense Bridgerton (2020-actualidad) haya sido uno de los éxitos rotundos en la plataforma de streaming, Netflix, así como tampoco es extraño que Julia Quinn (Nueva York, 1970), autora de la saga literaria homónima en la que se inspira aquella, sea una escritora best seller. El chisme, el brillo quincallero o los trances palaciegos han gustado siempre a las multitudes en similares proporciones, tanto hoy como en siglos pasados.

La “escribidora” neoyorquina –como la califcaría el chileno Roberto Bolaño, si aún viviera–, es una experta en crear historias de ficción a costa de los periodos encorsetados del Reino Unido de la Gran Bretaña, menciónese, por ejemplo, el lapso conocido como la Era de la Regencia, durante el cual se declaró no apto el mandato del rey Jorge III, convirtiéndose su hijo en el despachador de una corte que supo aprovechar y melificar nuevas formas de ocio y extravagancias de todo tipo en cuanto a la moda. Ese es el clima que cobija y ampara a las criaturas literarias que nos trae la Quinn, bajo un falaz juicio histórico que funciona más como un chiste de mal gusto ante algunos lectores.

Daphne Bridgerton es la protagonista sobre la que gira El Duque y yo (The Duke and I) (2000) primera novela de una larga saga de ocho libros, cada uno enfocado en la vida de los restantes hermanos de Daphne; descendencia toda de la matriarca viuda Violet Bridgerton, quien “estaba decidida a casar a sus hijos”, del mismo modo que la escritora ya estaba decidida mucho antes –y vaticinado también– a palpar el éxito con su vitrina de relatos amorosos, colocando en ellos perfectos y fáciles mecanismos para captar la atención de una masa lectora ávida de bonitos enunciados y mejillas sonrosadas, verbigracia, “Anthony tenía los ojos del mismo color chocolate que su hermana y Simon los tenía de un azul intenso”.

Y justamente ante las “ventanas” arrebatadoramente atractivas de Simon Basset, futuro duque de Hastings, es que logra estirarse y encogerse esta novela romántica durante 21 llanos capítulos, en los que hay cero pericia narrativa y mucho menos, algo que huela a giro o experimentación.

No obstante, Quinn lo intenta, en una brazada inútil por poner un poco de misterio al libro, mientras ubica al inicio de cada capítulo un extracto diferente en boca de una tal Lady Whistledown, que sabe y avisa –como buena cotillera londinense que es– el color de los vestidos, los pliegues y los roces que se dan estas criaturas tras cortinas y abanicos, durante las interminables reuniones, bailes y fiestas que jamás acaban en todo el texto. De esta manera, la escritora nos ha regalado en toda regla un folletín fallido, y valga la cacofonía, ya que no consigue parecerse el ambiente –sobre todo en el plano lingüístico– de la corte del rey británico enloquecido. Parece más bien una high school del XXI, resultando en lastimera prosa, al calor de la posmodernidad.

Es incluso probable que la teleserie de Shonda Rhimes supere al texto, si tenemos en cuenta que al menos su creadora tuvo el atrevimiento –o la terquedad–, de mezclar a actores y actrices afrodescendientes en la corte inglesa decimonónica; elemento harto anacrónico, pero que –a ojos vista– no le suma ni resta valores a un producto que solo busca vender y embelesar a los espectadores.

Sin embargo, hágase la oda: con la saga, junto a la trilogía Bevelstoke, el cuarteto de Smithe-Smith, la serie Rokesby, o el spin off  literario de la “misteriosa” Lady Whistledown, Julia Quinn está entre las literatas most wanted de las editoriales actuales. Presente 19 veces en la famosa lista de autores multiventas en The New York Times, con volúmenes traducidos que rondan los 30 idiomas, ella ha acercando así a millones de seres humanos  en todo el mundo al ámbito de la lectura, aún cuando no muestre nada nuevo.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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