El crimen en Orlando

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Después del crimen, nada nos salva. Ni el llanto desesperado de la naturaleza humana ni la misericordia divina. Tampoco alcanza la rabia de un joven en Facebook, ante la pérdida de su amigo: “¡Te me fuiste coño, qué dolor!”.

A la ciudad de Orlando (Florida, EE.UU) le creció el mar en sus ojos tras el asesinato de 49 personas en Pulse, un club nocturno donde la comunidad LGBTI prolongaba las celebraciones por la jornada del Orgullo Gay, hasta la madrugada del domingo 12 de junio.

Según reportaron medios estadounidenses, entre las víctimas figuran dos jóvenes de origen cubano: Alejandro Barrios Martínez y Christopher Joseph Sanfeliz.

La noticia me descubrió casi desprevenido en las redes sociales, un muro de lamentaciones donde empezaron a aflorar las historias, el detalle de los disparos, la sangre, el inútil escondite en el baño, los heridos, el trauma irreparable de los sobrevivientes.

Omar Siddique Mateen, norteamericano de 29 años, resulta el responsable de la mayor matanza a tiros en la historia de Estados Unidos. Sus ráfagas se abalanzaron contra la vida, sin necesidad de que reparemos en ningún otro tipo de distinción. Esa debiera ser la explicación natural y sencilla del hecho dentro del universo complejo de lo humano.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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