El caserón y su metamorfosis caótica

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José Soler Puig fue uno de los autores literarios de más sólida trayectoria luego del triunfo revolucionario, conocido por las técnicas narrativas que manifestó en sus novelas, que no fueron muchas por cierto, pero descollantes por el vigor de la prosa.

Es Bertillón 166 la más popular, sin dudas, a raíz del Premio Casa de las Américas que le fuera otorgado en 1960, donde nos colocó de bruces en el difícil contexto batistiano. Pero tres de las sucesoras, En el año de enero (1963), El pan dormido (1975) y especialmente El caserón (1976), también contienen altas cuotas de dura realidad histórica; componente imprescindible que ubica siempre a los lectores en su natal Santiago de Cuba, urbe fotografiada con tremenda precisión desde diversos planos.

Sobre el caso de El caserón, el Dr.C. Luis Álvarez Álvarez ha dicho que “es un verdadero ámbito de espejos y trampas que inducen al lector a cuestionarse toda visión euclidiana de la realidad: Soler Puig orquesta en esta novela una serie de perspectivas engañosas que buscan, en última instancia, trazar una imagen compleja y transfigurada de la realidad”. Y lo es en todo su esplendor, si partimos de los dos personajes principales del texto que representan a “Yo” y “Yolanda”, los cuales se diluyen en otras voces narrativas (Carta de Yolanda y Ella) representando así heterogéneas perspectivas.

Puig, “quien ha experimentado asiduamente con el punto de vista, el narrador y la persona gramatical usada para narrar”, según observa el crítico Ricardo Repilado, anhelaba con esto lograr la complicidad de los lectores mediante la utilización aquí de la segunda persona (el narrador autodiegético), apelando con ello a su lector ideal, para hacerlo sentir protagonista de la ficción. “Hace más de tres semanas que no hablo contigo. He estado buscando volverme loca y ya casi lo tengo conseguido. He sufrido mucho (…) Eres mi hermanita y te quiero mucho, pero me puse a luchar para lograr que no nacieras, porque tú vas a ser muy desgraciada y no quisiera que lo fueras”.

Es justamente el personaje de Yolanda quien da los mayores halonazos a este libro, interviniendo 17 veces y de manera más extensa, mediante la usanza exquisita de recursos como la prolepsis, analepsis o digresiones que apuntalan el caos y la discontinuidad —con todo propósito—; estilo que se auxilia a la par con el empleo de puntos suspensivos y la sustitución del tiempo lineal por el psicológico, verbigracia, el monólogo interior.

De ese modo, apropiadamente salen a luz los rostros del boom y postboom latinoamericano, como lo llamó Arthur Arístide Natella en una de sus conferencias, Reflexiones sobre el neobarroco en la ficción hispanoamericana de la actualidad (1978): “No deja de sorprender al lector la profusión de contextos insólitos dentro de los cuales el narrador contemporáneo se
explaya en la destrucción de las formas novelescas tradicionales, tanto la sintaxis como los contornos del argumento tradicional, junto con la destrucción del tiempo lineal, cronológico”.

En tal sentido, entre los rasgos que tiñen las páginas de El caserón está presente la demencia, casi vista como paranoia en Yolanda. Su “barullo”; ese que ronda en casi todos los soliloquios, no es otra cosa que un diálogo con ella misma, con el otro personaje en forma de “Yo”, desdoblándose a medida que avanza la lectura, hacia el ya mencionado narrador autodiegético.

“Había un tiroteo y tú estabas en el tiroteo, con una pistola, tirándole a un aeroplano que volaba muy bajito. Irás luego a casa de Manolo y Manolo buscará un camión. Un camión no, una ambulancia, para ir a recoger las armas que dejaron en tu casa unos muchachos. Esto que me pasa, me pasa porque estoy loca. Tú no existes y no existirás dentro de veinte años. Existes solamente en mi locura (…)”, fragmento que no solo expone la maraña en la que está sumida la voz principal, sino el deleite y la pericia de Soler en el empleo de los tiempos verbales.

Con bastante fidelidad, la obra del santiaguero se afilia a lo que exponía el semiólogo italiano Omar Calabrese en La era neobarroca (1989) sobre ese estilo: “tiene ritmo y repetición, límite y exceso, detalle y fragmento, inestabilidad y metamorfosis, desorden y caos, nudo y laberinto, complejidad y disipación, más-o-menos o no-sé-qué, y distorsión y perversión”.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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