El aguacate

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La mata de aguacate era más grande que el biplanta, más grande que las varas. Su tronco estaba tatuado con una serie de garabatos, todos productos del aburrimiento de los niños de la casa. Cuando llegaba el día de tumbar sus frutos casi ni dormía. Y con la cabeza aún en la almohada contaba las pilas imaginarias: estas para comer con pan, estas para mis abuelos, estas para mis maestras, estas para vender…

Por supuesto, apenas el sol calentaba un poco y salía corriendo a la cama del “tumbador”. Si este demoraba en abrir los ojos comenzaban las cosquillas sistemáticas en los pies, luego estirones a las orejas y por último un susto bien grande. Todo eso con una sonrisa amplia en el rostro para cuando despertara, pues había comprendido que los padres suelen rendirse ante la felicidad de los hijos, y si esa era su primera imagen en el día, no tomaría en cuenta los ligeros atropellos a su sueño.

El desayuno casi ni lo probaba. Una vez que el tumbador-paterno subía a la mata de aguacate desde abajo le guiaba los pasos como si yo misma fuera Elena Ysinbayeba. Por aquí, por allá, de ese lado no, por este…, decía sin parar hasta que me miraba fijamente y decía: “otra más y me bajo”. Y callaba para afuera, porque en el interior seguía dándole instrucciones.

Las pilas empezaban a crecer. De diez a 20, de 20 a 30, de 30 a 40, de 40 a 50. Ninguno roto, ninguno abollado, ninguno esquelético. Se confirmaba la teoría materna de que echarle agua de arroz era lo mejor para el crecimiento de los aguacates.

Cuando el tumbador bajaba ya poco tenía que hacer, la distribución estaba hecha y si alguien osaba contradecirla la gritería se oía al doblar.

Me cambiaba de ropa y en una palangana ponía los primeros que saldrían al mercado. Un mercado reducido a una silla puesta en medio del portal. El precio tampoco se colegiaba: eran tres aguacates por 5.00 pesos. Fue así mientras vivimos en Las 500tas, un caserío perdido en la geografía cienfueguera casi desde su nacimiento.

Con el dinero recaudado no solo le compraba paleticas a Fermina, hechas en casa, pero riquísimas, sino que mis padres lo usaban para la economía familiar. Hasta recuerdo una vez que gracias a eso tuve zapatos nuevos al inicio del curso escolar. Aquella mata fue una salvación en los años duros del periodo especial y si de algo nos arrepentimos cuando el camión cargó con la mudanza, fue haberla dejado en el  patio de aquel biplanta. Nunca más he probado unos aguacates así, nunca más volví a ver pilas de aguacates para comer con pan…

Ahora me quedo inmóvil ante el carretillero. Pide 25.00 pesos por cada aguacate. ¿Cómo es posible que con el tiempo todo se duplique, se triplique? ¿En qué momento me perdí lo suficiente como para no entender tales cosas?

“Estos aguacates los trajo un primo mío. A él le descargaron tres sacos en la puerta de su casa, se los trajeron de Palmira, pero esos no son los dueños tampoco. Según me dijo él, vienen de una finca en Jatibonico, a esa gente le compran la mata entera y luego los distribuyen otras personas (…) No sé por cuántas manos ha pasado. Yo me gano por cada uno 3.00 pesos solamente”, anunció el carretillero de la esquina, de cualquier esquina, ante la inmovilidad de mi figura.

“Niña, no te pongas así. Vivir en la ciudad cuesta…”, y no me muevo, los recuerdos persiguen la existencia, no dejan caminar, no dejan que piense en otra cosa que aquella palangana repleta de aguacates.

“Bueno, si no vas a comprar me voy. Otra gente lo hará. Hoy vendo toda esta carretilla de aguacates, seguro, seguro…”. Y se aleja pregonando, y todo queda igual, todo parece irreal, todo salió de la susodicha oferta y demanda.

Entonces el aguacate luce más alto que el biplanta, más grande que las varas, más grande que el entendimiento y para probarlo desde la autorización de un salario medio sí habrá que autotitularse Elena Ysinbayeba.

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Zulariam Pérez Martí

Periodista graduada en la Universidad Marta Abreu de Las Villas.

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