Ecos, mezclas y cantos de una sonoridad cubana: Primeros siglos de historia

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El siglo XVI cubano es el que recibirá en su manto aquellas primeras voces e instrumentos cuyo eco vendrá acompañado de melodías, ritmos, y bailes que conformarán la sonoridad criolla como esencia de los géneros cubanos.

Escasas referencias apuntan que, posterior a 1555, junto con los pífanos y atambores de los soldados provenientes de la península, vinieron también tañedores de laúdes, vihuelas, violas y guitarras de diferentes tipos. De estos instrumentos, la guitarra no solo se convertiría en el más utilizado por los humildes, sino que se multiplicaría con el surgimiento de las versiones criollas del tres, el cuatro, el cinco, el seis, el charango y el guitarrón.

Esos instrumentos eran usados según las características del cancionero: villancicos, seguidillas, romances y coplas. Los romances se insertaron en los cantos de campesinos y juegos de los niños cubanos. La copla española por su parte, abandonó el uso de la melodía en nuestros campos y se cantó por tonadas; para ello se utilizaron las primeras cuatro frases de la tonada guajira de la décima cubana; entonces se le llamó cuarteta. Fue la población criolla quien le imprimió a la naciente música, su personal sello de creación interpretativa.

Los cancioneros europeos formaron parte del ambiente de la época, lo cual provocó que con el tiempo se diluyera la música de los aborígenes. Sin embargo, rasgos que distinguieron a nuestro areito han quedado para la posteridad. La alternancia entre guía y respuesta en sus cantos trascenderá al son cubano. De su particular carácter melodioso y rítmico, Bachiller y Morales en su obra Cuba primitiva, se acoge a una frase de De Las Casas cuando en defensa de su autenticidad, plantea: “los cantos y bailes de los indios de Cuba eran más suaves, mejor sonantes y más agradables que los de Haití (…)”.(1) Por lo que se entiende que desde fecha tan temprana como lo fue el siglo XVI, ya en la isla se está identificando a la música —aunque de poca elaboración— como un arte cuya sonoridad imbricaba en su haber, confluencias tímbricas y rítmicas que se fueron dando a partir de las diversas cunas heredadas de sus habitantes.

Según Fernando Ortiz los únicos instrumentos aborígenes que han perdurado son las maracas y el güiro. Este último comenzó a ser utilizado en las iglesias debido a la escases de instrumentos y de organistas. A ello se sumaron las claves, cuyos “palitos sonoros” han legado un ritmo único que posee la ductilidad de expresión para todos los tipos de melodías cubanas, de ahí la famosa frase de los músicos de hoy: “Dame la clave cubana”. Serían las maracas, el güiro y las claves, el trinomio perfecto de la música tradicional cubana.

Acentos y timbres comenzaban a matizar el siglo, no así de intérpretes. Miguel Velázquez, hijo de india que pertenecía a la primera generación nacida en la isla(2), es considerado como el primer músico cubano. En España había aprendido a tañer los órganos y conocía a fondo las reglas del canto llano. Fue el primer maestro de capilla de la catedral de Santiago de Cuba. La profesión de músico excluía, tácitamente, por la escasez de ejecutantes capacitados, la posibilidad de una discriminación racial. Como diría José A. Saco en 1832, con palabras que ya hubieran sido actuales en 1580: “La música goza (…) de la prerrogativa (de mezclar negros y blancos) pues en las orquestas (…) vemos confusamente mezclados a los blancos, pardos y morenos (…)”.(3)

Por esta época alcanza su esplendor el bien polémico Son de la Ma` Teodora, única composición que pueda darnos una idea de lo que era la música popular cubana, a partir de una idiosincrasia sonora nacida desde la espontaneidad y que perdura hasta hoy. La fusión de las coplas de herencia española junto a los rasgueos de inspiración africana originó el acento criollo a partir de un paulatino proceso de transculturación.

El siglo XVII, aunque muestra etapas y períodos de decadencia, posee una coexistencia de culturas musicales propias de la evolución histórica de la nación. Intentos como los realizados por las catedrales de Santiago de Cuba y La Habana para el desarrollo de la música religiosa, no fructificaron, por lo que prevaleció la música profana. Caracteriza a este siglo la aparición del primer profesor de música que hubiera conocido la población habanera, lo que indica que la enseñanza y el cultivo de este arte, maduraba mucho antes que otras manifestaciones del espíritu.

Cuba tendría admirables compositores religiosos, intérpretes de partituras serias, y ritmos —que ya pululaban en el ambiente— como la rumba, el tango o la habanera antes de que en la Isla se hubiese escrito una sola novela o publicado un solo periódico. Fueron los siglos XVI y XVII cimientos, encauces y primeras vibraciones de la que se aventuraba a ser la sonoridad cubana.

 


(1) Antonio Bachiller y Morales: “Cuba primitiva. Origen, lenguas, tradiciones e historia de los indios de las Antillas mayores y las lucayas”. Segunda edición corregida y aumentada, La Habana, Librería de Miguel de Villa, 1883.
(2) Alejo Carpentier: La Música en Cuba. Instituto Cubano del Libro. Editorial Letras Cubanas, 2004, p. 18.
(3) Ibidem

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Alegna Jacomino Ruiz

Doctora en Ciencias Históricas

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