Dogville: von Trier en tierra de perros

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El proceso de peterpanización atravesado por buena parte de la pantalla actual impide la proliferación de películas como Dogville. A Lars von Trier, el genio, zorro, profeta, borracho, fascista, megalómano o como quiera llamársele, que inventó el Dogma ´95, no le va eso sin embargo. Rubricaría con esta pieza -episodio de lo que alguna vez elucubró cual su Trilogía Norteamericana- un estudio humano de sustento trágico con base helénica, shakesperiana, victorhuguiana, de los que ya a casi nadie le interesa hacer. Hay dos grandes niveles de lectura (dentro de un conjunto de meandros interpretativos colaterales) en Dogville, el antiamericanismo, el más socorrido para alguna parte de la crítica mundial quizá debido al contexto geográfico donde se ambienta el relato junto a la colegible analogía argumental con el maltrato al inmigrante verificable en aquellos predios o a esas antañas fotos de miseria y desolación al son de Young Americans en voz de David Bowie al cierre. Y el otro, relacionado con la tendencia al mal de parte de los seres humanos -que a mi modo de ver supera por mucho al primero.

Años´30 del pasado siglo. Estados Unidos. Gran Depresión. Grace, una rubia con pinta de femme fatale (Nicole Kidman), no obstante después se nos revele por buen tiempo como puro candor, llega a un pueblucho en el último confín de Colorado, cuyo nombre es Dogville. Dice que la persiguen unos gangsters, de modo que Tom (Paul Bettany), especie de bastión intelectual del ignaro villorrio, convence a la comunidad para protegerla. El pueblo la acoge como los enanos a Blancanieves; o sea, si trabaja y retribuye la generosidad puede quedarse con ellos. Al paso de los días, hasta la estimarán, a causa del esfuerzo de la mujer por agradar a todos.

Pero los gangsters, y la policía, siguen procurándola; de tal que la gente decide en los sucesivos conciliábulos pedirle más y más a Grace como recompensa a la osadía de hospedarla. Tanto trabajará que se convierte en irreemplazable. No hay descanso para la virtual esclava cuando -cual consigna literalmente von Trier en uno de los nueve segmentos o capítulos en los cuales divide la cinta- el pueblo de “Dogville saca los colmillos”. La rubia pasará con el decurso del tiempo del cielo al suelo, humillada, vejada, violada repetidamente por los hombres del pueblo estimulados por la mezcla de inocencia y sensualidad de la visitante, para ser repudiada a la larga hasta por Tom, quien alguna vez incluso hasta le propusiera matrimonio.

Luego de varios intentos fallidos de escape, el ángel rubio llega a ser encadenado. Nada habrá que hacer, sino esperar, pensará ella entonces. Y la espera tiene su precio. Al llegar los mafiosos a Dogville (villa de perros en castellano, nada sutil von Trier), justo en el momento cuando la comunidad piensa salvarse entregando la ofrenda humana, tiene efecto un giro dramático que vuelve de revés la narración y consigo el orden jerárquico del sistema de personajes, pues Grace en realidad es la hija del jefe de los truhanes, quien se fue de casa al repudiar los métodos de su padre.

Ahora no le quedará más remedio que emplear los mismos procedimientos de la figura paterna para barrer (como si Sodoma o Gomorra fuere) la iniquidad de Dogville y su gente cruel. No bajo un baño de azufre, sino a pura metralla, bajo la orden de tan intempestiva huésped desaparecen los nada bueno samaritanos. Su padre (James Caan) le dice ahora: “Yo pienso que has aprendido mucho”.

La película Dogville (estrenada en 2003) es una de las más agrias parábolas del cine del siglo XXI en torno a la miseria humana, la miseria de alma.

Sin velos ni cortapisas, von Trier habla sobre la tendencia innata a la maldad de algunos seres que parecen ni humanos, de la mezquindad, la falsa solidaridad; de la línea finísima que suele a veces dividir las fronteras en que una buena decisión se convierte en una acción negativa. Lo hace mediante formas elocutivas y mecanismos de expresión con nítidos vasos comunicantes con los postulados nietzcheanos al respecto. Esto último no puede sorprender cuando hablamos de Lars, obvio.

Nos conversa de lo sostenido por Freud, entre tantos, del homo homini lupus, el hombre lobo del hombre al tener a su merced uno la yugular del otro en determinados momentos o condiciones donde el yo animal abre las fauces. Con su filme se recuerda aquella tendencia de los griegos de alegrarse en la costa cuando veían naufragar en la mar a alguna embarcación donde no fuera ninguno de sus familiares. Es decir, el concepto de regocijo a costa del mal ajeno, fardo moral acompañante de la especie quizá como reflejo condicionado genésico de nuestra protohistoria cavernaria y transcurrir de amenazas, guerras y peligros.

De lo anterior va el filme, por arriba de cualquier otra consideración, por lo cual su mala uva aterrorizó a ciertos paladares. A lo último pueden conducir, por otro lado, las desmesuradas tres horas en pantalla de signo experimental, cuya estética escenográfica minimalista y la representación naturalista se inspiran en el Teatro Comparativo de los ´70 y específicamente una canción de la Ópera de los tres peniques, de Bertolt Bretch y Kurt Weill.

La clave de entendimiento del universo escenográfico del largometraje pasa por aceptar un sistema codificado de signos, dirigido a establecer a través de rayados de tiza sobre el piso los componentes del “complejo natural” del pueblo y aledaños.

Cuestionable o no la pertinencia o funcionalidad dramatúrgica de dicho método, lo cierto es que von Trier nos zambulle de cabeza en el medio de su Dogville, el pueblo fílmico, y seguimos casi a punto de perder el resuello a una incansable cámara en mano que contribuye a sintonizarnos con los personajes protagónicos del álgido conflicto captado por el visor. Personajes defendidos por la estatura de nombres como la aquí inimitable camaleona Kidman, al lado de leyendas del celuloide a la manera de Lauren Bacall o James Caan y actores de primera fila europeos como Stellan Skarsgard.

Aunque sea verdad perogrúllica que el punto de vista de determinado personaje no da o representa necesariamente el del filme y pese a que en tanto espectador no repruebo sino entiendo hasta cierto punto la mala leche con el género humano del realizador danés, me cuesta digerir ese cierre de Dogville liquidado a mansalva. Tanto, como la aceptación final de Grace del decálogo paterno de violencia cual elemento resolutivo único de los conflictos, vía que el propio personaje femenino antes rechazara. ¿Será esto, tal cual dijera el reputado crítico Andrew Sarris, simplemente un juego de Lars con el espectador derivado del profundo conocimiento de los géneros fílmicos del autor, en este caso el cine negro¿

¿Qué quiere decir en realidad von Trier aquí¿ Dogville está, como las grandes películas, añorante de ser degustada por todo tipo de catadores. Cada quien le hallará su sabor, pero nadie debe dejar de apurarla de un largo, inigualable, nada dulce trago.

El espectador cubano pudo apreciarla ahora, nuevamente, dentro del ciclo de la Cinemateca de Cuba titulado Encuesta de la BBC: lo mejor del siglo XXI, V parte. El filme ocupa el lugar 76 en dicha selección.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Un Comentario en “Dogville: von Trier en tierra de perros

  • el 1 abril, 2018 a las 9:53 pm
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    He de verla, soy un superfan de Nicole Kidman, sobre todo cuando no hace boquitas y se crece en roles desgarradores…. Sus mejores momentos han sido cuando se quita todo el maquillaje y es ella, el ser humano con defectos y matices…. De Lars también he degustado varios de sus filmes, todos alucinantes y estremecedores, nunca te quedas indiferente a ellos. Además, me identifico con el personaje de la Kidman, quizás porque como ella he sido también ultrajado, quizás no tan fuertemente, pero un poco sí… Todos tenemos demonios dentro, y en ese póster del filme que pone se ven en sus ojos un pequeño destello de los mismos.

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