Días de radio… y ciclones

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En su mundo de iniciaciones cotidianas los niños descubrimos un día la existencia de palabras terribles como huracán, pero lejos de asociarla con muerte y destrucción, términos que aún nos resultaban ajenos, la traducíamos en la libertad de las jornadas sin clases, maestros, ni tareas escolares.

El rostro de los infantes liberados de manera temporal de su única responsabilidad es como un molde en yeso para vaciar un monumento a la ingenuidad.

Esas caras de locos felices me retrotraen, ahora que acaba de comenzar la temporada de tormentas tropicales, al momento cuando conocí la palabra ciclón, por aquel entonces más empleada que huracán, aunque ambas designan intensidades diferentes de un mismo monstruo eólico.

Unas pocas semanas antes había comenzado mi primer grado en una de las escuelas que la nueva era sembró en el gran surco de la Isla.

Las paredes de mampostería, que mi daltonismo histórico ahora rememora entre los límites imprecisos del rosa y el amarillo, y el olor a nuevo de los cuadernos recién salidos de la imprenta son recuerdos que se me confunden con las noticias del Flora.

Confieso que para entonces yo les tenía miedo a los muertos (más adelante comencé a tenérselo a algunos “vivos”) y el nombre del meteoro coincidía con el de una difunta vecina cuyo deceso fue el origen de aquellos temores infantiles.

De manera que aquellos nombres coincidentes me ayudaron a descodificar las esencias del fenómeno sobre el cual se centraban las conversaciones de los mayores.

Por entonces, y tal vez estoy abusando de mi propia memoria tierna, las informaciones acerca de los meteoros estaban lejos de ser lo copiosas de las actuales.

La gente se agolpaba en torno a la radio de antena y una batería casi del tamaño de la de un almendrón para escuchar los boletines, y como mi mente de seis años no estaba aún para tantos grados Oeste y más cuantos Este, ni velocidades de traslación, creo evocar que me entretenía en seguir el aumento en la numeración de los boletines y así de paso practicaba las primeras nociones de una asignatura por entonces llamada Aritmética, que luego se encargaría ella solita y con otro nombre de apuntar mi brújula definitivamente hacia el Norte magnético de las Letras.

Con otros dos recuerdos finalizo mi relación efímera y sesentona con Flora, el engendro de la Naturaleza.

Uno lo veo a la luz del tiempo ido como la primera lección de solidaridad, aunque la palabra, difícil de pronunciar para un chiquillo de primer grado, la asociara luego al año 1966 que así se llamó. Porque los niños de entonces aportamos algo de nuestros exiguos roperos para vestir el desamparo de los orientalitos embestidos por el huracán de nombre forestal.

El otro calzó espuelas de patriotismo. Las desnudas paredes del aula amanecieron un día pobladas con cuadros de Céspedes, Agramante, Maceo y Martí, fruto de la colecta de padres y vecinos invertida en una compra cuyas ganancias estaban destinadas a los damnificados en Oriente.

Luego la vida siguió su curso y el Caribe vivió una época de relativa paz con Eolo. Mi abuelo seguía hablando del ciclón del 35 que le echó el bohío por tierra y de las dos libras de puntillas que le dieron como única ayuda en la Alcaldía de Santa Isabel de las Lajas.

Los ciclones eran casi una incitación a la poesía con sus nombres exclusivos de mujeres y un material de estudio de la geografía, la asignatura que se disputaba con la historia y el español mis preferencias académicas.

Así pasaron años de pocos sustos ventoleros hasta que en octubre de 1996 llegó Lily a meter miedo con el nombre prestado de una muchacha de piel cobriza habitante de los desvelos de una primavera incierta. Y luego Michelle, a sólo cinco noviembres de distancia, como enviada a destruir la monotonía de las tardes de domingo, a decir de un escritor el trozo más gay de la semana.

Y en el agosto olímpico de 2004, cuando motivos laborales me mantenía en La Habana, coincidí con Charley, un categoría 3 de la escala Saffir-Simpson que me deparó una experiencia imposible de olvidar. Cuando parecía la furia de los vientos enfilaba por el canal de la Florida y dejaba la isla atrás, subí a tientas a mi hospedaje, un apartamento en el octavo piso de la torre del edificio del Retiro Médico. Y justo en el momento en que me iba a acostar, por unos segundos que semejaron horas, aquella mole de acero y hormigón osciló como si fuera el péndulo de unos esos clásicos relojes de pared. Sentí que aumentaba el tamaño de la garganta.

Pasar tres huracanes en menos de ocho años si no era un récord parecía un buen average. Cuatro ya era demasiado, por eso y aunque Silvio le dijera a la abuela que sus tijeras son rurales me dejé la barba como un intento de exorcizar el fantasma de Iván El Terrible que amenazó la isla apenas unas semanas más tarde, en septiembre del propio 2004.

De paso, Internet mediante, por primera vez viví la aventura de ejercer durante cinco días como meteorólogo por cuenta propia.

Qué lejos quedaban aquellos días de escuchar boletines que crecían aritméticamente en el radiorreceptor de pilas RCA Víctor en la casa de los abuelos.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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