De Sica, observador del sufrimiento humano (IV Parte)

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En El limpiabotas De Sica configurará una panorámica de la estela de devastaciones dejada en los órdenes económico, moral, social y político por el cataclismo bélico. Al tiempo que apostrofa el status quo, anatematiza la burocracia de las prisiones y la impiedad para con el prójimo de algunas personas. “En el filme quise presentar un hecho que siempre me ha interesado: la indiferencia de los hombres para con las necesidades del otro”, declarará. El limpiabotas, esta historia de los dos niños condenados a purgar entre rejas el robo de unas colchas, constituye uno de las películas más nobles y sinceras que alrededor del atropello infantil el cine haya parido, como lo será, en cuanto a su reflejo de la soledad de la vejez, Umberto D.

Estaría sujeto acaso a un acto de iluminación el realizador al rechazar a Cary Grant para encarnar el personaje central de Ladrones de bicicletas (1948), así como el respaldo económico de los norteamericanos, en valiente determinación en momentos en que todos daban la espalda al guion.

Es, en fin, Lamberto Maggiorani, obrero en la realidad, quien da vida al Antonio Ricci del filme -uno de los dos millones de parados que se dan cabezazos en la Italia de la época-, el hombre que busca su bicicleta robada para poder seguir pegando anuncios y continuar así superviviendo con su María y los dos hijos.  A Bruno, el pequeño que va tras de sí, lo asume Enzo Staida, otro actor-no actor salido de la calle. Entre ambos quedará establecida la comunión emocional, la empatía histriónica que añoraba De Sica para impregnar verismo, hondura al cuadro dramático planteado.

En declaraciones formuladas a Le Parisienne en 1953, evocaba la secuencia en la cual Bruno sigue los pasos del padre, presa éste del abatimiento tras ser sorprendido en el intento de robo de una bicicleta, para fundirse luego la pareja en bella identificación de dos almas: ” Cuando Maggiorani, llorando, siente la pequeña mano del niño que se desliza dentro de la suya, tuvo la sensación de que su hijo estaba cerca de él, y sus lágrimas fueron verdaderamente ardientes de humildad”. Como ardientes fueron las de todos aquellos que en su día advirtieron en la tragedia de Ricci,  hombre-muestra, hombre-causa del agobio capitalista, cuánta amargura se abatía sobre Italia en virtud de la implantación de un modelo social que De Sica y Zavattini, al igual que otros abanderados del movimiento neorrealista, enjuiciaron  a través de esta y otras piezas, mal que le pesara a quienes por razones ideológicas no quisieran apreciarlo.

Luego de Limpiabotas y Ladrones de bicicletas, películas de amplia repercusión internacional, Milagro en Milán (1950), representó el capítulo tercero de lo que la mayor parte de investigadores y críticos conceptúan como la trilogía neorrealista de De Sica-Zavattini, con el “apéndice dramático” -tal cual le denomina nuestro Mario Rodríguez Alemán- de Umberto D, aunque en verdad, bien mirado, no hay ninguna herejía ni despropósito en las intenciones indexativas si igual se aprecia este cuerpo artístico como una tetralogía de estrechos vasos comunicantes, donde el factor de opresión social desencadena el conjunto situacional.

El dolor, el sufrimiento, la incapacidad del individuo para enfrentar la supervivencia porque las trabas impuestas por la miseria le superan, devienen en el gozne interconectivo de los cuatro discursos.

(Continuará…)

(Texto publicado originalmente en la versión impresa de la revista Cine Cubano)

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