Crónica dominical: Un pozo en las nieblas de la tierra

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A 492 metros de altura el aire es un premio de oxígeno y un castigo en el rostro, cuando desde el brocal laborioso la mirada se hunde entre las nieblas que brotan del pozo excavado por Madre Natura.

El volcán Masaya, de Nicaragua, esa herida humeante en la corteza del globo que las fuerzas ígneas llevan hendiendo hace 25 siglos, es un regalo visual de esos que se guardan para siempre en la videoteca del recuerdo.

Sin llegar a ser lunar, el paisaje circundante de extrema aridez, le entalla al coloso despierto como traje de alta costura.

Las paredes del foso, un monumento a la verticalidad, tal parece que fueron cortadas por una brigada internacional de dioses venidos del monte Olimpo, la fértil llanura del Nilo, Muspel, reino del fuego de la mitología nórdica, o los inexpugnables bosques yucatecos de Chichén Itzá.

Porque la palabra sorpresa pierde toda su significación por la realidad que la supera cuando los ojos irritados por el viento se asoman al precipicio, en cuyas entrañas abismales arde tenue la hoguera entre las brasas del magma.

Desde la plataforma que amalgama a turistas llegados desde las regiones que veneraron a Zeus, Ra y la Serpiente Emplumada, las miradas que antes bajaron a la caldera del Masaya ahora suben hasta la cristiana cruz de madera, señal cimera del promontorio edificado por las lavas de la historia.

La cruz, por supuesto, la colocaron los hombres, y lleva el nombre del primero que la plantó ante lo que los conquistadores españoles identificaron como la Puerta del Infierno, el misionero padre Francisco Bobadilla.

Una escalera en forma de Z y 200 gradas serpentea sobre la piel mestiza del pequeño cerro que le sirve de antesala al símbolo estrenado en la colina del Calvario.

Entre un cartel de prohibición y el estado ruinoso de la barandilla derecha, impiden el paso del osado turista que quiera llegar donde Bobadilla dejó escritas sus huellas polvorientas en 1529, atalaya magnífica con su lente de 360 grados.

Las faldas, escarpadas hasta la locura, muestran cicatrices geológicas que asemejan los anillos delatores de la edad de una secuoya.

Y en la plataforma adoquinada donde una mañana dominical de cielo terriblemente azul coinciden pisadas provenientes de tantas direcciones como junta la Rosa Náutica, las rocas fragmentadas por tantas explosiones se ponen al alcance de los cazadores de pétreos souvenires.

Antes de llegar a la ventana de los asombros que se abre desde el brocal de piedras hasta la sima ardiente del cráter Santiago, el explorador de emociones únicas puede empaparse de la historia del volcán Masaya y conocer en el museo-antesala acerca de los hombres de ciencia que le dedicaron años de investigación, en los cuales se mezclaron apellidos teutones, Seebach y Sapper, con el españolísimo Martínez Sanz.

O de los pueblos originarios asentados en las actuales Nindirí, Masaya, Niquinohomo, Diriá, Masatepe y Diriamba que convivieron con el coloso de fuego mucho antes que Bobadilla clavara su cruz a la entrada del supuesto Averno tropical.

Entonces cuando el visitante se arrima al brocal ya se enteró de la existencia de menos de 10 lagos de lava activos sobre la piel del planeta. Y que sin clasificar en el Top Five, el Masaya se codea con monstruos flamígeros que reverencian al dios Vulcano.

En ocasiones su nombre, pronunciado por primera vez en la lengua náhuatl, aparece en listas que mezclan a los principales colosos vivos en la Tierra: el chileno Villarrica, los africanos Nyiragongo, Kilauea y Erta Ale más el antártico Monte Erebus.

Razones suficientes para citarse con el volcán que parece cuidarle de los vientos del Pacífico la espalda a la capital de Nicaragua, con su flama encendida perennemente desde 1890.

Una vez ante el foso yaciente bajo el manto protector de nieblas y humos conjugados, un poco de imaginación puede descubrir a la sacerdotisa habitante en el terreno de la leyenda aborigen, cuando asciende desde el fondo del cráter en busca de doncellas núbiles para sacrificarlas en el altar de la tierra herida por puñales de fuego encabados en roca.

El autor es corresponsal de Prensa Latina en Nicaragua.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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