Crazy Heart: para Jeff, con amor

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Crecí viendo y amando el arte interpretativo de Jeff Bridges, su seguridad ante la cámara, su capacidad de contención y esa personal deontología ética que rigió su profesión desde siempre. Con él no hay deslices, tropezones, ni “no sabía dónde me estaba metiendo”. Ahí está su Comanchería (2016) para recontraconfirmarlo. El actor de Tucker, por norma, va al seguro a modelar personajes que de veras lo son porque poseen pliegues y repliegues, conflictos, dubitaciones…, a quienes tipifica mediante esa poderosa inserción en su piel, agenciada mediante una suerte de mezcla singular de sabiduría histriónica, planificada hasta el grado del detalle, y fisicidad a lo Marvin o Noltepuesta al servicio del ser encarnado en sus ejemplares trabajos actorales.Tanto mejores cuanto mayor cantidad de años pasa actuando.

El cine embalsama el tiempo, decía Bazin, y nos metió en formol incombustible al viejo Jeff, quien lleva cuatro décadas confiriéndole honores para la posteridad a Hollywood, pero sin embargo no fue hasta 2010 que los olvidadizos miembros de esa fragua de la injusticia que es la Academia le concedieron el Oscar de Actuación; no importaron antes sus varias nominaciones. Si existiera algo parecido a justicia en La Meca, debieron concederle la veleidosa estatuilla en 1989 por su Jack Baker, de Los fabulosos Baker Boys; o dos años adelante en virtud de su Jack Lucas de El rey pescador, como lo mismo merced a su The Dude, en El gran Leboswsky (1998) o el Ted Cole, de Una mujer difícil (2003). Personajes todos ricos, complejos, inusuales dentro del estrecho rango de posibilidades brindado por los argumentos del cine anglosajón actual.

En este período de confusión de las jerarquías de todo tipo, el gran Jeff continúa demostrando porqué hay diamantes de costo invaluable y otros son situados en joyerías a precio de remate. Cuanto hace en Corazón rebelde (Crazy Heart, 2009) filme gracias al cual fuera recompensado con el Oscar y el Globo del Oro del año posterior–, escapa en par de estadios a la exégesis verbal, porque constituye una de esas interpretaciones capaz de agotar el repertorio hermeneútico disponible en las clases de teoría de la apreciación cinematográfica o en la manga de cualquier crítico. A Jeff no se le entiende de manual, ni con arreglo a las categorías binarias comunes; mucho menos en una interpretación como ésta, de tanta implicación emocional para un receptor trabajado en estos tipos sufridos de varias vueltas que él compone: se le siente y sufre tras un proceso de interacción directa con la pantalla, que permite al narratario “arañar” la carne del personaje, sufrir sus tormentos, atisbar sus mecanismos para sortear las vicisitudes, sus trampas de supervivencia…

A un espectador incauto pudiera parecerle incluso que no está actuando aquí: así de sereno, natural, contenido, preciso resulta su registro, a cuyo cumplimiento rentabiliza, sobre todo, las capas de energía interna del personaje. De manera que al Bad Blake de Jeff se le llega desde el entendido del relato que se alimenta de una gama de implosiones del personaje, fraguada desde territorio del comedimiento. De hecho, el personaje se pasa la película en tránsitos psicológicos y borracho –esto último salvo contados momentos–, pero incluso dicha ambivalencia y la embriaguez nunca llegan a subrayarse o en ocasiones ni siquiera a explicitarse por el mecanismo de la actuación labrada por Bridges, si echamos aparte par de secuencias impactantes del filme, donde resultaba necesario el remarque de la condición dipsómana.

Su incorporación de Bad Blake, este solitario cantante crepuscular de country a lomo de tema de T. Bone Burnett, de vuelta de todos los bares y rondas del placer de medianoche; curtido de rupturas, quiebres y negociaciones con los vaivenes de la vida; sabedor de cada uno de los efectos de un alcohol-compañero vital entre el alba y el retorno a la almohada, entra dentro de lo más rotundo e inhabitual que en materia de personajes/interpretación nos haya traído el Hollywood reciente, si bien este country singer venido a menos, looser autodestructivo inveterado de la tradición fílmico-literaria con ecos de Huston y Peckinpah hasta el Aronofsky de El luchador, encuentra su inspiración seminal en par de antihéroes precedentes bastante parecidos, compuestos por Clint Eastwood y Robert Duvall.

La opera prima de Scott Cooper tiene en su protagonista la baza triunfante de una apuesta argumental y dramática la cual, empero, vista en paneo, linda con lo académico y resulta proclive a contemplar ciertos resortes melos e incorporar personajes sin demasiada entidad. Es el caso del cantante joven de country, Tommy Sweet, encarnado por el irlandés Colin Farell. La presunta diferencia antagónica entre Blad Blake y él enunciada en la primera parte del filme no encuentra consonancia con la derivación dramática posterior; a ello agregarle que el por regla solvente Farrell nunca ha estado menos fuera de papel que ahora. El rollo del viejo andarín de tabernas del oeste con la periodista musical (la camaleona Maggie Gygenhaall se encarga de defenderla, por suerte) tampoco cuaja en su resolución. Y a veces la película –a pesar de contar la historia de un cantante de country e ir dirigida básicamente a un público local muy en conexión con este fenómeno musical folclórico estadounidense–, tira demasiado la cuerda del encadenamiento de números musicales, por momentos casi a lo filme de Hannah Montana.

Vehículo al servicio íntegro de Bridges, podríamos parafrasear el título del último hito de acción producido por el francés Luc Bessón: De París, con amor. Este filme fue hecho, sencillamente, para Jeff, con amor.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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