Covid-19: Soledad en canas (+Video)

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Ricardo llegó diciendo que tanta soledad lo mataría en la casa.

Desde que el 11 de marzo se conocieron los primeros casos positivos de la Covid-19 en Cuba, decidió enclaustrarse en su roído apartamento; también porque oyó que esa enfermedad era “mata viejos”.

Entonces, con más razón, escondió todo entre las paredes de su hogar. Escondió las ocho décadas vividas en plena libertad. Escondió las canas y las arrugas que sobrevinieron inesperadamente. Escondió el asma bronquial que lo acompaña casi desde que vino al mundo; la hipertensión, las taquicardias, el estrés. Escondió los recuerdos y las nostalgias en las penumbras de una casa sin otro inquilino. Escondió la rutina de su propio escondite.

Quedó solo. Más solo que nunca. Sin las calles que lo llevaban a diario a la panadería y a la placita. Sin el banco donde apostaba sus anécdotas junto a amigos de aquellos tiempos. Sin siquiera la algarabía mortificante de los chiquillos a los que tantas veces regañó. Un hombre solo entre muebles que lo superaban en años. Puerta y ventanas entreabiertas. Solitario, anciano y con miedo.

Ricardo era otro número; otro dentro de esas cifras que olvidan los nombres. Uno de los 141 millones de personas mayores que habitan el planeta. Uno de los más de dos millones que lo hacen en Cuba. Uno de cada cinco en Cienfuegos. Uno de los cerca de 300 mil abuelos que viven solos en la mayor isla del Caribe. Uno y demasiada soledad para las escalofriantes noticias que seguía por la televisión.

Los jóvenes deberían asumir más responsabilidades para evitar que los abuelos salgan a la calle./Foto: Juan Carlos Dorado
Los jóvenes deberían asumir más responsabilidades para evitar que los abuelos salgan a la calle./Foto: Juan Carlos Dorado

Él mismo debió convencerse del riesgo de ser anciano en medio de la mortífera pandemia. Escuchó que las estadísticas se hacían muy desalentadoras en pacientes envejecidos. Que casi el cuatro por ciento de los enfermos con 80 años o más tenían altas probabilidades de fallecer. Que en Italia, a finales de marzo, alrededor del 83 por ciento de sus miles y miles de muertos pertenecían al grupo etario de las  personas mayores. Supo, atemorizado, que en algunas partes del mundo vivir tanto comenzó a dejar de verse como privilegio para mutar en parámetro de descarte.

En las voces de expertos de la ONU, Ricardo advirtió la alarma ante la asignación de recursos médicos que toman en cuenta la edad y niegan a los longevos su derecho a la salud y a la vida. Sintió, quizás como jamás lo había sentido, “el desprecio de las sociedades por la vejez”, “el lenguaje cruel y deshumanizado” hacia los más viejos. Recogido, en su casa, lloró y rezó por aquellos que no tienen su suerte.

Aun en el soliloquio de sus días, entre el sillón, la cama, el televisor y el café, se dijo bendecido. Porque incluso, en el entorno de sus carencias materiales y afectivas, siempre hubo luz. En las sombras, un destello: el Sistema de Atención a la Familia llevándole los alimentos, a él y a otras 2 mil 600 personas en Cienfuegos. El médico visitándolo con frecuencia. El vecino tocándole la aldaba. Ricardo asumió que en Cuba ser vulnerable no suponía un signo de alarma, sino de esmeros. Que ser anciano, y vivir solo, en las horas del nuevo coronavirus, no sería más triste e intenso que la propia condición de soledad.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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