COVID-19 y el peligro de la costumbre

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Que la Covid-19 nos mantiene la bota encima no es noticia. Están los números: elocuentes, perturbadores. Y los números dicen que todavía somos vulnerables. Los índices de contagio de la enfermedad producida por el coronavirus Sars-CoV-2 parecen no menguar. Más de 300 días después de que se confirmara el primer caso en Cuba, cuando quizás pensábamos que para esta altura la pandemia sería ya un mal recuerdo en nuestras vidas, el enemigo invisible sigue cobrando víctimas y poniendo en jaque a los sistemas de salud y la economía.

Y así como no es noticia nada de lo anterior, tampoco lo es el hecho de saber que mientras no esté disponible una vacuna —y aun después— la mejor arma contra el coronavirus descansa en la responsabilidad individual. Hasta el cansancio nos lo han dicho: guardar el distanciamiento físico, usar el nasobuco, lavar las manos con agua y jabón frecuentemente y otras recomendaciones. 

Estaba claro: mantener al país paralizado no sería sostenible en el tiempo. Había que retomar los caminos de la producción y los servicios, abrir las fronteras por donde pudiera entrar, de la mano del turismo, la moneda dura que tanto necesita el país, y permitir que los compatriotas regresaran desde todos los rincones del mundo, que las familias separadas por la migración volvieran a darse el abrazo postergado. Ante tales aperturas, se apeló a la responsabilidad individual, al autocuidado. No fue suficiente. 

Una vez más, el ser humano dio muestras de su tozudez, de su inclinación a transgredir las normas y lo que es peor, a acostumbrarse a la desgracia cuando no cree poseer las armas suficientes para enfrentarla. Muchos se relajaron, pasaron por alto medidas que solo buscan su seguridad. Y se propagó el contagio.

De ser una de las provincias de menor tasa de incidencia y número de casos confirmados, Cienfuegos pasó a las filas de las más afectadas por la Covid-19. Hoy su municipio cabecera se encuentra en fase de transmisión autóctona limitada, pero el virus igual campea por el resto de los territorios, en unos con más discreción que en otros. 

Que debemos rehuir las interminables colas y, cuando resulte inevitable, mantener la debida distancia; que debemos abstenernos de saludos con contacto físico; que los niños han de quedarse en casa; que ahora como nunca se impone el apoyo a ancianos y otras personas vulnerables, lo sabemos, mas no basta con eso. Urge convertir estas indicaciones en práctica cotidiana. 

Solo basta observar con detenimiento a nuestro alrededor. Cuántas veces habré requerido a algún conciudadano —a riesgo de ser agredida verbalmente y enviada sabe usted a dónde— por usar mal el barbijo, o quitárselo para fumar en público (acto por demás prohibido). Cuántas veces, cuando hemos confluido en determinado establecimiento comercial, habré instado a otras personas a separarnos también frente al mostrador. Porque el distanciamiento y el uso correcto del nasobuco no son órdenes a cumplir por quedar bien con la autoridad, sino por el compromiso que como humanos tenemos para con nuestra propia salud.

En tales ocasiones, tanto como cuando veo a niños en las calles acompañados de sus padres, o los vendedores ambulantes pregonando y vendiendo su mercancía a boca destapada, jóvenes jugando béisbol como si la pandemia solo se materializara en la pantalla del televisor, me pregunto por qué algunas personas permanecen ajenas a los mensajes de alerta, e incluso sin temor a las medidas punitivas reforzadas en los últimos meses.

¿Qué cuesta inhibirse de ciertos hábitos durante un tiempo si con ello contribuimos a un mañana mejor? No ignoramos que el virus sigue ahí, pero tener la certeza de abrigar al enemigo en casa no puede conducirnos a la resignación o al relajamiento.

El psicólogo Manuel Calviño lo decía claro en su programa Vale la pena: “La convivencia con algo que sabemos está ahí genera acomodación, genera familiaridad. Es un efecto de acomodación que nos pasa, un efecto psicológico, pero es extremadamente riesgoso. Si nos habituamos a la convivencia con el virus, si nos habituamos a que está ahí, que es lo normal, estamos corriendo un gran riesgo, un gran peligro, porque aquello que nos resulta normal, habitual, familiar, pierde capacidad de criticidad de nuestro pensamiento”. 

A una convivencia crítica Sars-CoV-2 nos llamaba el profesor entonces. Un año después de que irrumpiera en nuestras vidas quizás nos hayamos acostumbrado a la presencia del coronavirus, como al inquilino que nadie desea, pero tampoco puede expulsar. Sin embargo, verlo como normal no es el camino. En su caso, la costumbre jamás puede ser más fuerte que el temor. Serle críticos es investigar vacunas, perfeccionar protocolos médicos, pero sobre todo, ponerle resistencia con nuestro comportamiento.

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Yudith Madrazo Sosa

Periodista y traductora, amante de las letras y soñadora empedernida.

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