Colaboración médica: el amor que esparce una bata blanca

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Lo dije una vez, en algún rincón de las redes sociales, y lo sostengo hoy, incluso con mayor cuota de indignación, porque la campaña contra la colaboración médica cubana ha llegado demasiado lejos.

Ni espía ni cosa que lo parezca: un médico cubano es eso ¡un médico y qué clase de médico! Es de los que te da el número de su casa, te atiende a deshora, deja el estetoscopio en el sillón de su sala cuando es pediatra y el barrio está lleno de niños, no estira la nariz en su manzana por ser el doctor, simplemente es uno más de la cuadra, aunque todos lo miremos con ese respeto que merece un semidiós, porque su sabiduría rebasa a veces el plano de lo real, para rondar en lo mítico.

Al menos los nuestros no se limitan solo a auscultar, o a escribir historias clínicas, o a indicar complementarios. Te preguntan por la “vieja”, te hablan de la novela, se ríen junto contigo de los chistes del programa humorístico del momento, y no precisamente por falta de seriedad en lo que hacen, sino porque antes de colocarse su bata en las mañanas son seres humanos, y como tal tratan a sus pacientes.

Si se tienen uno o dos en la familia, ¡cuánto orgullo! Un médico de este país reúne no pocas cualidades, ante las que cualquiera debe quitarse el sombrero. Tenemos la dicha de tener muchos, porque la Revolución Cubana así lo propició, y quienes se han formado en la Medicina, han tenido a su vez la dicha de no pagar un centavo, ni siquiera un centavo, por las lecciones de anatomía, fisiología, bioquímica o medicina interna que recibieron en sus años de aprendizaje.

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Por gajes del oficio tuve la suerte de recibir a un grupo de ellos, a su regreso desde Brasil, tras el chasquido derechista de los dedos de Bolsonaro. Más allá de la emoción de reencontrarse aquí, con su familia, aquellos galenos traían ojos de aflicción por el niño, la anciana o la embarazada que atrás quedó, sin la dirección exacta de otro médico al que acudir.

Sí, porque muchas historias de nuestros colaboradores atesoran en su seno el paciente que vio un médico por primera vez, cuando nuestra gente llegó a una aldea “X” o “Y”, de las tantas olvidadas por siglos en América Latina.

Recuerdo a aquel médico cienfueguero —bien joven— que al descender del ómnibus contaba con asombro cómo sus pacientes agradecían que él los palpase durante el acto de reconocimiento en consulta, porque en pleno Sao Paulo nunca habían sido tocados por un galeno.

De nuestros doctores existen imágenes en botes y lanchas atravesando el Amazonas; en casas de campaña en medio de terremotos en Paquistán o Haití; de largas caminatas entre los cerros de Caracas. Sus armas, las únicas que portan, son el cuño con número de registro, el lapicero, un recetario y el estescopio.

Son guerreros sí, pero contra las huellas que en la salud humana dejan males ancestrales como el parasitismo, la desnutrición y el hambre por ellos vistas en suelos de Latinoamérica o de África. No diseminan pólvora nuestros doctores, esparcen amor dentro y fuera de Cuba, por eso tenemos sus compatriotas el deber de pedir fin a las campañas y matrices de opinión contra nuestra colaboración médica. Tras sus batas blancas solo subyace, e ilumina, una paz infinita.

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