Civismo (o cómo jugar fútbol sin árbitro)

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En una entrevista que transmitió la Televisión Cubana hace algunos años, le escuché a Fina García Marruz, poetisa, ensayista, investigadora y crítica literaria, hablar de civismo.

Si mal no recuerdo, pues el tiempo es traicionero y la memoria también, puso al respecto el ejemplo de que si alguien se encuentra una botella vacía tirada en la calle, no debe romperla o dejarla ahí, sino recogerla y depositarla en un colector de desechos. “Esa es una acción cívica”, afirmó.

Si nos atenemos a la definición etimológica, es “la actitud de respeto, observancia y respaldo que guardamos hacia los principios y normas que rigen la vida” de la colectividad.

El civismo radica también en la consideración entre las personas, en mantener la conducta adecuada de acuerdo con el lugar donde uno se encuentre, en ceder el asiento a una persona mayor o una embarazada en el ómnibus, en ayudar al prójimo ante una emergencia o necesidad, en auxiliar al desvalido, visitar al enfermo…

Resulta evidente que para nosotros es una asignatura pendiente desde el mismo círculo infantil, donde los niños, por lo general, “hacen una bulla” y no aplauden, escuchan y bailan reggaetón y no las bellas canciones infantiles existentes en el repertorio musical universal.

Falta el civismo cuando alguien, independientemente de su responsabilidad, cargo o nivel profesional llega a donde se encuentran personas y no dice “Buenos días” o “Buenas tardes”, según el momento del día, o una recepcionista ni le mira el rostro a quien acude a ella para hacer una pregunta, un trámite o indagar por un funcionario.

Tampoco lo hay al cometer indisciplinas sociales (más de las que imaginábamos hace años) o en un hecho al parecer tan simple como el de permitir que suene su teléfono móvil con una música estridente en una sala hospitalaria o en la funeraria.

Fue el Doctor Alfredo Espinosa Brito, eminente médico cienfueguero y Héroe del Trabajo de la República de Cuba, quien me alertó en una ocasión de que era mejor hablar y escribir de virtudes que de valores.

Y su inteligente advertencia me hizo pensar en los reiterados hechos de corrupción o de delitos; en los estudiantes de cualquier edad que gritan malas palabras y se golpean al salir de las escuelas; quienes portan por las calles equipos de música a todo volumen, sin que ninguna autoridad ni siquiera les llame la atención; en los que rompen botellas en las calles después de ingerir su contenido alcohólico, o en la codicia y el egoísmo que llegan a obviar las normas morales y hasta los sentimientos familiares.

Hay quienes al “filosofar” aseguran que las crisis económicas generan crisis sociales, y quizás tengan cierta razón, pero no toda. El decoro y la dignidad deben estar siempre por encima de cualquier carencia.

Como dice una canción, no todo está perdido. La virtud se enaltece cuando alguien devuelve una billetera que encontró con cientos y hasta miles de CUC, Dólares o Euros; atiende de manera solidaria a quien sufrió un accidente; garantiza servicios, sobre todo los de salud, con atención, cordialidad y sentimiento profesional, o cuando el educador, que es mucho más que ser maestro o profesor, inculca conductas correctas a los educandos, más allá de los conocimientos contenidos en las asignaturas curriculares.

En esos términos tenemos que ser consecuentes con la exhortación hecha por Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de la República: “Actuar con inteligencia, capacidad de análisis, decencia y vergüenza”.

Debemos aspirar entonces, a alcanzar el máximo del civismo, que al decir de José Luis Coll, escritor español, es poder realizar los partidos de fútbol (o los de béisbol, agregaría yo) sin árbitros.

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Ramón Barreras Ferrán

Periodista de la Editora 5 de Septiembre, Cienfuegos.

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