Cine surcoreano: el embrujo de Chungmuro (V Parte y final)

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Con Park Chan-wook suele suceder algo semejante que con Kim en la admiración, polémica o desdén que suscita. Hacia quien en Old Boy (Premio Especial del Jurado en Cannes 2004 y vencedora del Festival de Sitges), proponía un cine desenfrenado y a veces preso de la total desmesura, tamizado por singulares arranques de bizarra imaginación, no todos desgranan simpatía. Impenetrable para algunos, incluso al ver dicho filme -integrante de su Trilogía de la Venganza junto a la anterior Simpathy for Mr. Vengeance y la posterior Simpathy for Lady Vengeance– un conocido crítico de la prensa norteamericana parafraseó a Samuel Goldwyn al exclamar: “Inclúyanme fuera”. No pienso igual. Más allá del impacto de las imágenes (destaca el genial trabajo con los encuadres), el virtuosismo estético y formal, o la personalidad visual de Old boy apreciada en sentido general, lo que más me prenda de la labor de Park, aquí como en la Trilogía de la Venganza completa, es su imperturbable decisión de desvirgar a cada tramo del metraje la imaginación del receptor. Muy poco se adivina en la trama, y cuando se hace es para darnos de bruces luego con el surgimiento de una nueva lógica conflictual que pondrá en solfa antes barruntado. Si acaso algún giro o destello nos recuerda a Miike, Nakata o hasta el mismo Tarantino, será cosa de mero reflejo.

Park jaranea con los géneros con el mayor aplomo, renueva la tradición oriental del cine de acción a través de la potencialización del elemento trágico, solivianta el concepto de estereotipo al grado de redefinirlo en belleza formal y reencarna en pobres diablos del agobio contemporáneo a las almas de los personajes trágicos helénicos. Dinamita sus relatos con cargas de ironía y un humor, que por muy coreano que sea se comprende. Hace retroceder los ojos de la pantalla cuando alguien se traga un pulpo vivo o se arrancan lenguas y dentaduras, sin  mostrar compasión ni simpatía por sus personajes -incluido los flagelados antihéroes protagónicos. Pero quizá su acierto mayor estribe en traducir las neurosis sociológicas de un país que accedió al desarrollo en pocos años, en las conductas de sus personajes, de quienes atisba su realidad desde los ribetes deformados de una suerte de cómic de la sobrevida.

Aunque no con la fama de lo anteriores u otros, no es tampoco Bong Joon-ho ningún desconocido, pues el creador de Los perros que ladran nunca muerden obtuvo la Concha de Plata y el Premio de la Crítica en San Sebastián 2003 gracias a su aclamada Memorias de un asesino. Más que por haberse convertido en fenómeno taquillero del cine local, con cerca de quince millones de entradas vendidas; por arrasar en la entrega de los Premios al Cine de Corea de Sur durante 2006; o haber sido considerada según Variety como “la mejor película de monstruos de la historia” -aseveración pantagruélica que no tiene caso discutir por su absolutismo-, El huésped deviene ingente esfuerzo del realizador Bong por recuperar el hálito de la serie B del cine de terror y ciencia ficción de los años ’50 y su poderosa carga de alegorías políticas. Si hace más de medio siglo los lagartos gigantes como Godzilla o las tarántulas asesinas o todo tipo de bichos extraordinarios generados por radiaciones nucleares u otras causa análogas representaban un grito de alerta en la pantalla sobre los peligros de la Guerra Fría y el posible resultado del encono entre las superpotencias norteamericana-soviética, el filme está hablando en signos fílmicos contemporáneos de la intromisión EUA en la península coreana y los daños al medio ambiente que allí, como en cualquier sitio del planeta, la política de las administraciones yankis y su sistema corporativo acarrea.

El huésped baraja esto sin cargar las tintas; sin olvidar por un instante -pese a toda su carga añadida de valores- su claro propósito de convertirse en un producto de entretenimiento, el cual fue capaz incluso de competir de igual a igual en la taquilla con los tanques norteños. Al igual que las precedentes e irregulares Shiri, Ataque en la estación de gas, Silmido o Taegugki, las cuales en su día se pasaron por la golilla en la boletería a las Titanic, Matrix o similares.

(Texto originalmente publicado en la revista El Caimán Barbudo. Fragmentos)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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