Cien años no bastan para olvidar al Cónsul Mambí

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El pasado domingo 16 de abril me levanté muy esperanzado en encontrar en los medios de prensa alguna noticia referente a la vida de Gerardo A. Castellanos Lleonart; sin embargo, todo lo que encontré fue silencio. Confieso que toda la decepción que sentí se convirtió en rabia; me sentía furioso porque no apareciera una crónica que aludiera a la trayectoria del también llamado Cónsul Mambí.

En primer lugar acusé a la coincidencia de la fecha con la conmemoración del sepelio de las víctimas del bombardeo a Ciudad Libertad, San Antonio de los Baños y Santiago de Cuba hace apenas 62 años. En la medida que transcurrió el día la acusación se convirtió en desilusión y me condujo a pensar que la única palabra que podía definir a todas aquellas sensaciones que habitaban en mí era simplemente “olvido”. A pesar de ello, me considero culpable de esta situación porque siento que pude haber hecho más por evocar el recuerdo de esta figura histórica que cumplió cien años de su desaparición física.

Durante años, en mi oficio como historiador, me he involucrado tanto con la personalidad de Castellanos Lleonart que hoy me convierto en blanco de mis propias críticas. Siempre enarbolé la idea de que su primogénito, el historiador Gerardo Castellanos García, había sido incapaz de desprenderse de ese sentimiento paternalista para hacer alusión a su padre. Con el paso del tiempo, y conociendo a fondo el itinerario biográfico de este destacado independentista, supe porque le fue imposible abandonar esa forma de escribir exaltada y casi épica de las anécdotas de su progenitor.

No obstante, el Cónsul Mambí solo perduró en aquellas obras escritas en la primera mitad del siglo XX y en pequeñas menciones en algunos textos de historia de Cuba. Hoy viene a mi mente aquella frase de su pequeña nieta recogida al principio del libro Misión a Cuba. Cayo Hueso y Martí (1944), a modo de hipótesis para darle una intensión a las ideas que exponía su autor en el contenido del mismo, cuando manifestó: “Como que he estado oyendo decir que mi abuelo (…) fue un íntegro y excelso patriota (…) y ni en mis manuales de texto, ni en las lecciones que se me ofrecen en la escuela se hace mención a su nombre ni a los hechos, que son historia cubana (…)”[1]

Gerardo A. Castellanos Lleonart nació en La Esperanza, una pequeña localidad situada a pocos kilómetros de la ciudad de Santa Clara, el 20 de mayo de 1843. Su infancia estuvo fuertemente influenciada por una tradición católica y una posición económica favorable, ya que su padre era el Maestro de Obras del lugar. A ello se suma, que su familia gozaba de un enorme prestigio entre sus convecinos, pues su abuelo paterno, el médico José F. Lleonart, fue uno de los cuatro fundadores del poblado y su gran benefactor. Sus primeros estudios los cursó en colegios locales y se entrenó en el arte de la platería, por lo cual fue enviado a la capital para perfeccionar sus habilidades. De regreso en La Esperanza, formó parte de la compañía de bomberos y comenzó a conspirar contra el gobierno colonial, al integrar la Junta Revolucionaria de Santa Clara presidida por Miguel J. Gutiérrez.

El 5 de febrero de 1869 se alzó en su pueblo natal al frente de 50 hombres e intensionó un incendio en las propiedades de los simpatizantes de la administración colonial. Un día más tarde, se puso a disposición de los jefes levantados en armas en el Cafetal González, hecho que marcó la entrada de la región central del país a la Guerra de los Diez Años. Su participación en la beligerancia solo fue hasta finales de 1873, pero allí adquirió una vasta experiencia combativa que le valió de aval para ser nombrado como comandante. De igual modo, permitió codearse con generales de la talla de Ignacio Agramonte, Carlos Roloff, Carlos M. de Céspedes, Salomé Hernández, Francisco Villamil y José González Guerra, y conocer a figuras tan emblemáticas en las futuras gestas independentistas como Manuel Sanguily, Serafín Sánchez Valdivia, Alejandro Rodríguez, Fernando Figueredo y Néstor L. Carbonell.

En la emigración cubana, intentó regresar a los campos de Cuba, pero le fue imposible. Ante la incertidumbre de no saber el resultado de la contienda, se enroló como obrero en una fábrica de tabacos donde llegó a amasar una fortuna que le permitiría, con el paso de los años, crear su propia manufactura.

Paralelo a ello, Castellanos Lleonart colaboró en los intentos por reanudar la lucha durante la Tregua Fecunda y organizó diversos clubes revolucionarios. Fue fundador del Partido Revolucionario Cubano (PRC) junto a José Martí y, entre 1892 y 1894, fue enviado a la Isla para organizar las primeras células partidistas, impedir el estallido de un alzamiento esporádico que atentara contra la organización de una nueva etapa de lucha y conocer el estado de ánimo de los conspiradores ubicados hacia el interior de la geografía nacional.

Fotografía de Gerardo A. Castellanos Lleonart al culminar la Guerra de los Diez Años

Al estallar la Guerra Necesaria, continuó apoyando a la independencia de Cuba y, en más de una ocasión, solicitó su regreso a los campos de batalla. Además, instituyó una especie de sui géneris unidad militar llamada Cazadores de Martí con la finalidad de preparar en el arte de la guerra a los jóvenes que se alistarían en las expediciones armadas.

Al iniciarse la primera ocupación militar norteamericana, regresó al territorio cubano donde defendió, por más de 20 años, los ideales martianos y de los veteranos en una República carcomida por la corrupción político-administrativa y entreguismo yanqui. Murió en Guanabacoa, el 16 de abril de 1923 y sus restos mortales hoy descansan en la Necrópolis de Colón de La Habana, sin haberse cumplido su última voluntad de que sus huesos volvieran a descansar en su poblado natal.

Tal vez esta síntesis biográfica no sea distinta a la de otros insurrectos que lo ofrendaron todo por la soberanía de este pequeño terruño ubicado en el Mar Caribe; como tampoco, podrá mover las sensibilidades dentro de la población actual. No considero, en mi humilde opinión, que el haberse ganado el respeto y la admiración de José Martí y de otros tantos, el haber escogido el 10 de octubre para contraer matrimonio con Carmen García Videiro, el haber sido el terror del mambisado cubano con sus herramientas odontológicas como salidas de una película de terror o el simple hecho de haber sido escogido por el destacado prócer independentista peruano Leoncio Prado para luchar por su país en la Guerra del Pacífico ayuden en algo a crear una conciencia sobre el quehacer de Castellanos Lleonart contra el colonialismo español y solo denotan que el olvido se apoderó de él para siempre.

Sin embargo, el entramado de teorías filosóficas, religiosas y culturales que se construyen alrededor de la idea de la muerte, como medios para comprenderla en toda su dimensión, ha representado a un complejo proceso que escapa a toda lógica del pensamiento humano. Desde las primeras civilizaciones antiguas hasta la actualidad, destacando a la egipcia, la griega, la romana y las mal llamadas “bárbaras” por los primeros colonizadores europeos a su llegada al Nuevo Mundo, existió una preocupación latente por entender que ofrecía la muerte.

Todo ese desasosiego fue el motor impulsor de geniales monumentos, literatura y hasta excepcionales obras de artes que hoy forman parte de nuestro patrimonio. Bastaría solo mencionar al Taj Mahal, el Libro de los Muertos o el Fresco de El Juicio Final de la Capilla Sixtina para demostrar dicha teoría. Al reflexionar sobre estas concepciones, he arribado a la conclusión de que los seres humanos sí hemos logrado vencer a la muerte y dicha victoria está sustentada en lo que somos capaces de legar a los que nos rodean y su perduración en el tiempo. Es por ello que hoy resulta imposible olvidar a Castellanos Lleonart y su extensa hoja de servicios en favor de una Cuba libre e independiente. Si su nombre no lo trompetean los heraldos de Marte, los que lo conocieron, con el arma al brazo y el machete al cinto o en las páginas de algún libro de historia casi olvidado, nos sentimos orgullosos de que hoy forme parte de nuestro panteón de héroes gloriosos.

El accionar del Cónsul Mambí es, sin lugar a dudas, uno de aquellos que contribuyeron, a trueque de sacrificios reales, a la creación de nuestra nacionalidad. Sus virtudes cívicas y privadas dignas son de todo elogio e imitación. Su nombre no debe permanecer olvidado por unos e ignorado por los demás, porque conociéndole y apreciándole en su justo valor, el alma republicana se siente alentada por el ejemplo recto de quienes, como Castellanos Lleonart, fueron conscientes a toda hora de sus deberes y heraldos de los ideales patrios.

No quisiera cerrar esta crónica sin antes exponer el último hálito de aliento de esta personalidad histórica porque, en ocasiones, olvidamos de que estos hombres fueron de carne y hueso y no seres supremos carentes de formas y maneras de sentir. Fue su hijo el único espectador de este final que se convirtió en el inicio de su inmortalidad:

“Huyó para él la placentera vida. Incapaz de ninguna actividad social e intelectual. No le importa vestir ni afeitarse. Escasamente sabe lo que ocurre a su alrededor. En ocasiones desconoce a sus propios hijos. Se imagina que vive en un inmenso hospital. Ya no puede leer y se ha olvidado de escribir. Sólo auxiliado puede levantarse y caminar. Sus ojos velados por una turbia nube miran constantemente al suelo; su boca entreabierta es signo de agotamiento; su frente, sus mejillas secas y pálidas; su cabeza de escasos cabellos inclinada hacia el pecho; sus manos peludas, sus dedos rígidos, –todo su cuerpo–, en fin, dicen claramente que es sólo una sombra (…)”[2]


[1]Castellanos García, Gerardo. Misión a Cuba. Cayo Hueso y Martí. Centro de Estudios Martianos. La Habana, Cuba 2009. p. 13.

[2]Castellanos García, Gerardo. Soldado y conspirador. Editorial Hermes Compostela. La Habana, Cuba 1930. pp.122-123.

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Dariel Alba Bermúdez

Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC)

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