Che y la escaramuza contra el invierno

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Cuando en octubre de 1967 se conoció la muerte del Che, mamá era apenas una niña que cursaba la Primaria en la escuela Rafael María de Mendive, de Cienfuegos, hoy Guerrillero Heroico. Sus recuerdos resultan efímeros, pero sabe que fue triste, así como el otoño, cuando las hojas caen de los árboles y se amontonan secas en el suelo, fallecidas.

Ernesto Guevara de la Serna, nacido el 14 de junio de 1928 en la ciudad de Rosario (Argentina), representaba, al morir, ese ideal de individuo virtuoso y revolucionario que recorrió América Latina en moto, vino a Cuba en la expedición del Granma, voló después al Congo y terminó en Bolivia, asesinado junto a sus compañeros en la escuelita de La Higuera.

La gente lo veía humano. Apreciaba el desenfado con que se entregaba al corte de caña o a labores de construcción, tan simple como cualquier otro hombre, sin camisa y sudoroso, ajeno a las jerarquías.

De él, supe casi tres décadas después, el día en que incorporé a mi uniforme escolar la pañoleta azul y una consigna colectiva me instaba a imitarlo, aún sin conocer su figura y mucho menos la esencia de su pensamiento: “¡Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!”.

No obstante, crecer me llevó al convencimiento de que aquella exhortación era hermosa y desafiante, porque Ernesto fue un hombre único, que vino al mundo para ser héroe del pueblo, no estatua ni emblema. Fue un hombre fuerte, como las ramas que retoñan en los días de primavera, tras la escaramuza contra el invierno.

A la humanidad legó su vocación internacionalista, su apego a los humildes, su conciencia antiimperialista y socialista; una nueva manera de vivir, alejada de la retórica y la doble moral. Tal obra lo distanció de la familia, sin tener siquiera tiempo para despedirse.

Tras la noticia de su pérdida, una fina llovizna humedeció los ojos y debilitó el espíritu. Julio Cortázar, el autor de Rayuela, escribió: “El Che ha muerto y a mí no me queda más que el silencio, hasta quién sabe cuándo (…) Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar (…) todo esto que cuento me avergüenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él.”

En 2003, mamá tendría la oportunidad de acercarse a la casa natal de Ernesto Guevara en Rosario, propiedad de una inmobiliaria. Haría caso omiso a las prohibiciones y a la tensión militar desatada por el gobierno provisional de Eduardo Duhalde. Yo prestaba atención a su historia, mientras me persuadía de ser auténtico, porque el Che es inalcanzable.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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