Casa de mi padre: execrable ofensa a los latinos

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Aunque los latinos cada día sean más en los Estados Unidos y hayan sido filmadas obras cinematográficas como Un día sin mexicanos, donde se remarca el peso de su imprescindible fuerza allí, su extraordinario aporte y no solo como fuerza bruta, ellos continúan ninguneados, humillados, mal vistos o preteridos por la gran pantalla norteamericana. A cada rato esta comunidad se queja, forma comisiones, denuncia…, pero nada, el poder de la industria, de todo, está en las manos wasp (los anglosajones blancos protestantes dueños de la nación y de parte de Hollywood).

Casa de mi padre (Matt Piedmont, 2012), es un filme engañoso, porque bajo su barniz de “modernito”, “progre”, irónico o guiñador, subyacen capas nada invisibles de excrecencia. En teoría parodia el western mexicano primisecular (centuria pasada, por supuesto) con sus arquetipos más notables, el western spaghetti, los culebrones rancheros, la narcoproducción “artística”; les entrega un sitio a personajes/actores latinos en los primeros sitios del casting, juega con la intertextualidad, en fin…, al punto que desconcertaría hasta a alguna crítica seria, contada, pero encomiadora de manera incautamente inaudita.

El personaje central del mexicano Armando Álvarez, el único tipo honesto de su ranchera familia, es el comediante estadounidense Will Ferrell, hablando en un español de miedo. Diego Luna y Gael García Bernal (si Cuarón los viera) son sus dos hermanos, versión macho mexicano narco, malos bien malotes. Génesis Rodríguez es la novia de uno de ellos, de quien Ferrell se enamora. Pura sensualidad latina ella, mimosa mariposa traicionera de buen corazón, no podría ser de otro modo.

Hollywood fabrica cine con o para latinos desde hace muchas décadas, nada nuevo bajo el Sol; quizá ahora no veamos jardineros ladrones u holgazanes borrachos con sombrero de charro, pero igual. Estamos simplemente en presencia de una asimilación contextual, temporal del estereotipo, iniciada desde los tiempos de la teleserie Miami Vice, luego adaptada al cine. En el filme de Piedmont son narcotraficantes ricos, matones de familia burguesa, siempre negativos. El único positivo, caramba, es interpretado por alguien no latino. Y así, en estos términos tan elementales, de buenos y malos, de malsanidad  y basura, uno debe pronunciarse aquí, en tanto no hay por donde levantar del ahogamiento ideológico a esto. Ni del artístico tampoco. Al caricaturismo exacerbado de los personajes, se añade para inri total un guión pueril hasta los confines de la idiotez, actuaciones pedestres… Insertar la historia en un universo de cartón piedra, así como los fallos técnicos ex profeso, supuestamente irían en función de calzar la supuesta voluntad del largometraje de ser malo; quizá de ahí la indefendible defensa de algún crítico.

Sin embargo, ello no le confiere ni gracia ni inteligencia, antes bien hace aun más insoportable la memez. Si, cual en presunción afirmasen quienes la perpetraron, Casa de mi padre pretendía reírse de los clichés con los cuales han sido moldeados los latinos en la industria hollywoodina, en realidad no lo consiguió en absoluto. Por el contrario, resulta otra deyección, tan pestilente como anacrónica, en el rostro no solo de los mexicanos que viven en Estados Unidos sino de todo el mundo hispano. A los leones.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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