Camino al Edén (o crónica del mambí herido y sus anfitrionas cachondas)

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Es cierto que para construir fábricas hace falta romper fábricas, y que a un arte e industria como el cinematográfico le resulta consustancial y necesario la realización de muchas películas, para que de esa práctica, entonces, aparezcan las excelencias, las correcciones y los productos desechables. Eso nos lo recordaba Alea, como lo sabía también García Espinosa desde los comienzos del ICAIC.

Empero, el escenario económico nacional no ha permitido nunca del todo -y luego del período especial mucho menos- comprobar la tesis en su ente fílmico, del cual han surgido, sin embargo, pese a la escasa producción, innumerables concreciones artísticas de trascendencia: debido lógicamente al talento inmenso de nombres cuasi míticos como los arriba nombrados y varios otros de distintas generaciones; pero además, cabe pensarse, del olfato para no aventurar los pocos recursos que le caen en desastres vaticinables a priori.

Aunque también es verdad la existencia de “accidentes” en el Cine sin duda imprevisibles, derivado ello quizá del misterio y el libro en blanco que deviene para todo equipo de trabajo de la más colectiva de las artes adentrarse en el acto creativo, sujeto tantas veces a las bifurcaciones de sentidos y caminos menos pensadas.

Pudo haber sido lo que sucedió con Camino al Edén (2007), película con guion de pulso y trayectoria tan sólidos como los de Arturo Infante; y la dirección de un realizador de amplia ejecutoria en la pantalla nacional de ficción y documental a la manera del ya físicamente desaparecido Daniel Díaz Torres, alguien que ya en los ’70 fungía de asistente de dirección para Sara Gómez, Enrique Pineda Barnet, Manuel Pérez, Manuel Octavio Gómez o Rogelio París, y al cual el cine cubano le debe haber acompañado desde un puesto clave a Santiago Álvarez en decenas de emisiones de los Noticiero ICAIC Latinoamericanos, amén de algunas piezas de cierto interés al estilo de Alicia en el pueblo de Maravillas y Kleines Tropicana. Aunque también malos recuerdos, piénsese por ejemplo en ese fiasco titulado Hacerse el sueco.

Camino al Edén arranca en la Cuba de los días de la Crisis de Octubre. Ese jovencito peninsular que ya resulta común en las coproducciones hispano-cubanas y ahora llega en la piel del personaje incorporado por el coterráneo Carlos Ever Fonseca, aunque con doblaje de voz en los laboratorios de Antena 3, busca pistas de un pasado familiar escenificado en la Isla siglo atrás por la boca de una vieja afrocubana (Asseneh Rodríguez), quien tramonta al europeo a 1895, momento de desarrollo del relato. A partir de aquí comienza en realidad la película, que es todo un estiradísimo flash back de 90 minutos.

Leonor y Cándido, interpretados por la actriz española Pilar Punzano y el criollo Fernando Hechavarría, llegan a la finca Edén. Como Marion Cotillard en Mal de piedras (2017), la satisfacción marital no parece ser el elemento distintivo de la inquilina, la cual no guarda mucho interés por los reclamos amatorios de su pareja, al menos no tanto como charlar con su joven amiga-esclava ¿esclava-amiga? Natividad (Limara Meneses).

El espectador asiste a la presentación gradual de los hechos de lo que parece ser un melodrama corriente de época. Pero la película cae en picada desde el instante en que Cándido ¿el nombre será casual? mete el pie en un zapato donde se esconde un alacrán (asesino). El insecto pica al propietario de Edén y lo conduce, fulminante, al otro reino. Por un momento dudé si el tono que iba a observarse en lo adelante era el de la comedia. Craso error.

El alacrán sangriento (ni que los cubanos fueran como los escorpiones de los desiertos mexicanos) es el vector argumental para que el relato caiga in media res o en medio de la cosa. El muerto al hoyo, y el vivo al bollo. La rápidamente recuperada Leonor, a instancias de la sirvienta-compañera, esconde en casa a un oficial mambí herido (Lieter Ledesma).

Lo limpian, lo sanan, lo miman. Aunque el hombre dice que el deber lo reclama, las feronomas triunfan y la españolita, sin mucha trifulca con la conciencia, cede sus flancos al “ataque” nativo. El escarceo lúbrico de ambos adquiere decibeles tales que enardece a la morena, quien escucha el jadeo y se sofoca. La pobre no puede dormir, su sangre grita por un calmante o puede estallar. Resultado: esto se convierte en triángulo. Pero, tranquilos, no se preocupen, que el gallo herido tiene para todo el gallinero. Adiós mambises, que él está haciendo la guerra necesaria de sus entrañas (Si algún representante del “cine adulto” de California ve esto, sin falta le asegura su remake porno con algunas de las varias cubanitas que tenemos allá en el negocio ahora).

Entre tanto, para que el cerrado microcosmos de la historia se expandiera un tilín, la española aguanta con estoicismo castizo aprendido de la época de los moros los anhelos de casorio del viejo militar de su país destacado aquí Don Antonio (Álvaro de Luna) en los viajecitos a su bodega.

Si un mérito puede apuntarse a la cinta es que inaugura un nuevo subgénero: “el porno suave bucólico-rural de trasfondo épico a la cubana”. Si bien -como apuntara su realizador- el objetivo por sí planteado no es hablar de la guerra sino de los personajes, no muy bien parada queda una contienda magna de nuestro pasado patrio como esta, en el sentido de no hallarle parámetros de integración menos artificiales a la historia o de reproducirse siquiera con una pizca de fidenignidad algunos de los perfiles más notorios de la conflagración a la fecha de las circunstancias temporales de la trama. Tampoco sus protagonistas, quienes pueden bien ahorcar a sangre fría y sin intermedio de juicio a un enemigo, o abandonar la manigua por par -dos pares, mejor dicho- de grupas, no equinas precisamente.

Lo de “porno” sería muchísimo menos por los dos senos o la nalga que pudieran aparecer y a nadie espantarían a esta altura del show (y, para mayor aclaración, tema con el cual este crítico no tiene ningún tipo de problema o escrúpulo, así planteado en su reseña de Ninfomaníaca, de Lars von Trier), que por la decisión del filme de mostrar las urgencias humanas de sus protagonistas solo a partir de la acción física, sin que antes mediara un consecuente (y a todos luces aconsejable) ejercicio de calado psicológico de los mismos, determinador de la curva oscilatoria de sus acciones.

Los seres que enhebran el relato, ambientado en medio de una realidad histórica enunciada mas no representada, son maquetas de arquetipos reconocibles en otras tantas historias que no crecen en parte fundamental a causa de las insuficiencias de un romo guion reacio a permitirse imprimirles carácter ni intensidad. En parte porque no se rentabilizan sus ricas potencialidades dramáticas (el trauma de la mujer infeliz, las reminiscencias vitales del mambí, las dos más acusadas).

De haberse decidido explorar más a fondo la psicología de un personaje que daba para hacerlo como el de Leonor, la tersura del filme hubiera ganado más en complejidad y en desaferrarse de su evidente trazo epitelial: aun con todo y lo que hace por empinarlo Pilar Punzano, acaso la intérprete que más tiende a identificarse con el rol asumido. El mambí de Ledesma -malo a rabiar el muchachito por cierto-, hace agua por donde se mire, y el trazado de la esclavita peca de una ingenuidad que lastima. El elenco no fue capaz -la tarea era difícil a la verdad- de incorporar entidad, nervio, pulsión a prototipos proyectados a la manera de zombis que nunca llegan a tener verdadera vida sobre la escena.

Pero no solo hay una incapacidad manifiesta a la hora de retratar los personajes, o de reflejar el signo de la sociedad del momento, sino que Camino al Edén se resiente además por una puesta en pantalla de una alarmante pobreza, la cual en términos argumentales languidece por su ausencia de subtramas y en términos de creatividad y ejecución se encamina dentro de un discurso cinematográfico anacrónico, narrativamente menesteroso.

Salvando determinados aciertos visuales -sobre todo referidos a la iluminación y atmósferas de interiores-, conseguidos por el oficio de un Raúl Pérez Ureta que ante el formato de telefilme de la pieza no está en posibilidad de regalarse mucha maniobrabilidad, la nueva coproducción cubano-española afronta dificultades en la mayoría de sus frentes, desde el casting, piruetas de guion muy cercanas a lo ridículo, su colección de estereotipos (¡esa infaltable afrocubana objeto del deseo¡) y su planteamiento general, hasta en los diálogos.

Cuando se ven películas tales no queda menos que darle la razón a autores europeos como Peter Greenaway o Gonzalo Suárez cuando aseguran que el cine no ha logrado emanciparse de las novelas del XIX en sus estructuras narrativas y en la forma de contar la historia. Lo cual, a la larga, no sería incluso censurable en la pieza (tantas pantallas continúan haciéndolo) si sus creadores hubiesen abrevado en el rico venero de hondura psicológica aportada por esa misma corriente, desde Dostoievsky a Flaubert.

Camino al Edén constituye una de los exponentes no solo más lánguidos sino más preocupantes que asomara la nariz en nuestra pantalla en su última franja. Decir incluso que su dirección y puesta son siquiera funcionales sería mero eufemismo. Cuando el norteamericano Jack Warner le apuraba alguna película solía gritar: «No la quiero buena, la quiero el martes». Nosotros no podemos seguir dándonos esos lujos, como tampoco podemos romper más fábricas. Es necesario pensar y madurar más las obras.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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