Bauman

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Hace pocos días falleció, a los 91 años, Zygmunt Bauman, una de las figuras esenciales del pensamiento durante los siglos XX y XXI. La prensa nacional (excepción hecha una reseña informativa en el sitio Cubadebate tomada de El Espectador) ni se dio por aludida.

Si al hecho se agrega que dicho intelectual de formación marxista, como la mayoría de los filósofos contemporáneos —con independencia de su posición ideológica, y en el caso del polaco era afín a muchos de nuestros principios—, no ha sido publicado por editoriales criollas a causa del bloqueo, de la no posesión del derecho de autor o del mero desconocimiento, creímos pertinente dedicarle estas escasas líneas a quien observó con precisión de entomólogo y constancia sacerdotal el paisaje de la posmodernidad, la posverdad y este mundo ininteligible que surcamos hoy.

Asistir al acto iluminador de leer los ensayos de Bauman significa, ante todo, constatar los efectos que sobre la especie humana han dejado la modernidad, la globalización y el consumismo desenfrenado. El filósofo establece un diagrama exegético de las zonas de incertidumbre, los espacios de caos por donde transita la raza en tanto consecuencia de corrientes globales y actitudes individuales marcadas por hábitos impuestos por los resortes habilitados desde los sistemas de poder, en función de aborregarnos.

De sí cautiva su capacidad de comprender y ponerse en el punto de vista del desposeído, ese que quedó en la condición de mero elemento residual del Occidente voraz y depredador, de manera especial los Estados Unidos.

Autor del célebre concepto de la “modernidad líquida”, este hace alusión tanto a nuestro inacabado proyecto de humanidad como a la fragilidad e inconstancia de los puntos de valor fijados por el hombre, a la debilidad de los nexos sociales y emocionales, la incertidumbre sobre el mañana y los cambios que ha traído la globalización al poder del Estado-nación: “Ni los dolores morales surgirían con tanta frecuencia, ni haría falta recurrir al engaño de forma tan habitual si el mundo fuera menos líquido, es decir, si no cambiara tan rápidamente, si los objetos de deseo no envejecieran en él tan pronto ni perdieran su encanto a una velocidad tan vertiginosa, si la vida humana (más duradera que la vida de prácticamente cualquier otro objeto) no tuviera que ser dividida en una serie de episodios independientes y de nuevos comienzos. Pero ese mundo no existe y las probabilidades de que los lazos interpersonales se vean exentos de las pautas consumistas (…) son ínfimas”.

No obstante lo acerbo de su mirada, el filósofo y sociólogo propone una salida colectiva que, en primer caso, constituye la sedimentación de un pensamiento humanista el cual, a la larga y pese a cualquier objeción, manifiesta optimismo hacia la posibilidad de futuro, sobre la base de forjar vínculos de solidaridad y entendimiento. Un abrazo entre los humanos desde la humildad, sugiere.

Atento a las pulsiones de su época, el autor de 30 libros, más de cien ensayos, profesor emérito de varias universidades del planeta y Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades opinó lo siguiente sobre las redes sociales de internet: “(…) Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales. Estas las desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener una interacción razonable. Ahí tienes que enfrentarte a las dificultades, involucrarte en un diálogo.

El papa Francisco, que es un gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio Scalfari, un periodista italiano que es un autoproclamado ateísta. Fue una señal: el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú. Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controversia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa”.

Su término de adiaforización, esto es la neutralización y banalización de lo éticamente incorrecto, lo empleó al impugnar las “orgías verbales de odio anónimo, cloacas virtuales de defecación en los otros y los incomparables despliegues de insensibilidad” manifiestos en la torre de marfil del internauta.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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