Barcelona, un mapa: Cartografía abrupta del catalán Ventura Pons

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De A la deriva, estrenada en 2009, la crítica española censuró a su realizador, Ventura Pons, que su sentido del riesgo le hacía caer en opciones tan discutibles como las de montar en paralelo un encuentro erótico con imágenes de africanos masacrados. Ese sería, tan solo, un ejemplo entre muchos de su “sentido del riesgo”; podrían citarse momentos parecidos en unas cuantas de sus obras.

Es que la filmografía toda del prolífico director catalán está preñada no solo ya de situaciones o escenas de características semejantes, sino más, de líneas de relato, e incluso narraciones completas donde los malabares imaginativos y los triple saltos mortales de audacia argumental ponen en verdadera situación de peligro el equilibrio de sus historias.

Barcelona, un mapa (2007) confirma el aserto por conducto de un mélage batiburrillado de ideas, coordenadas estéticas, tonos, registros genéricos; muchas veces yuxtapuesta esta arcilla múltiple dentro de una estructura narrativa sin demasiada certeza de cuál resulta el objeto cabal de la construcción dramática ni el trazo cardinal del leit motiv.

Barcelona…, otra de las frecuentes adaptaciones de Ventura Pons -en este caso sobre la pieza escénica Barcelona: Mapa d’ombres, entregada a las tablas por Llüisa Cunillé para 2004; también bebió el realizador de fuentes teatrales en Caricias, Forasteros u otras cintas- se ve lastrada por un mal de fondo que la autoaniquila: la puesta en escena sucumbe a la sobreabundancia de temas, a la superposición de varias líneas de relato a la columna vertebral de la trama que dificulta la asimilación de no poco de cuánto hay de interés en los gozos y las sombras de este viejo matrimonio barcelonés seguido por la cámara; sobre todo en las segundas.

Se entiende que el director de Anita no pierde el tren y Amor idiota se decanta por ello en razón de conferirle mayor posibilidad de ventilación fílmica al perfil teatral de un guión sembrado en interiores, con escasos personajes a su disposición…, pero meter de forma acumulatoriamente forzada en el mismo saco de su intento de ejercicio cartográfico sus devociones historiográfico-estético-urbanitas (desde el arranque con la grafía documental de la guerra civil hasta el reiterado ítem referencial del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, mucho más que las otras alusiones arquitectónicas, envuelto en cartucho sonoro filooperístico), inmigración latinoamericana, piromanía, edipismo, endogamia, sociología matrimonial ibérica, esos flashes o efectos de extrañamiento a destiempo, el mood drag del viejo emperifollado con vestido y carmín de señora y el pasado incestuoso a conciencia de su compañera con la gratuita digresión de los lances homosexuales de ese hijo al que pasa por hermano, sonaría a algo rayano en el despropósito.

No llega a serlo del todo, no, a causa de la forma en que fueron esculpidos los personajes centrales de la pareja de ancianos dueña de este piso catalán donde orbita la trama (como también orbitaría en la posterior Forasteros), y sobre todo merced a la defensa que de ellos emprenden Josep María Pou y Núria Espert. El primero es el bastión básico -e intocable a las manos del crítico dada su estatura interpretativa- de Barcelona, un mapa.

En componer en el libreto -y caracterizar- a este par de adultos mayores, uno en plan de partida por la enfermedad terminal que lo aqueja, la otra en son de develar todo cuanto escondió de su pasado, hubo ingenio, mala leche, imaginación; bastante hay en sus reacciones y parlamentos de pasiones humanas, desilusiones, mentiras muchas y verdades menos, ternura, dolor y otros tantos virtudes o desperfectos que orlan o afectan a esta máquina de errar que somos los humanos. Pou y Espert constituyen el par de troncos gracias a los cuales la película no se deshace al viento. La infaltable Rosa María Sardá, en el rol de la inquilina profesora de francés, lo mismo, pura delicia histriónica. Merecían los tres la suerte de una película más a la altura de sus registros, un filme más llevadero para el espectador.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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