El baile, puro Murphy

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El baile (The Prom, 2020) representa una suerte de concentrado de la propuesta ideo-estética del realizador estadounidense Ryan Murphy a lo largo de su trayectoria.

El tan prolífico y mimado como desigual creador de la televisión sustantiva en este musical cinematográfico -el cual forma parte de su contrato a barra libre con Netflix-, la mayoría de las constantes de su ejecutoria: adoración por la cultura popular de su país, devoción hacia los géneros fílmicos, una corrección política siempre interpuesta y no siempre para bien en su defensa de los postulados de la comunidad LGTB, veneración por el pastiche y proclividad a cruzar la línea separadora entre lo paroxístico, el carnaval y lo puramente kitchs.

Si un musical de Broadway guardaba relación directa con la sensibilidad Murphy es justo este de 2018 que él trasunta ahora a la pantalla con el apoyo de los propios firmantes del material base y un elenco de primeras figuras del cine norteamericano: Meryl Streep y Nicole Kidman a la cabeza, amén del más televisivo James Corden. Una y otra con experiencias en el género: Mama mía y Moulin Rouge. También él, en Into the Woods y la inenarrablemente mala Cats.

El baile, versión fílmica, arranca con la momentánea caída en desgracia de unos actores de Broadway tras las pésimas reseñas de prensa a su último espectáculo, quienes ven en la defensa de Emma (Jo Ellen Pellman, a seguirla ya), ninguneada adolescente homosexual de Indiana cuyo caso conocen por Twitter, la cortina de humo ideal para que los críticos se olviden de la obra; mientras ellos, luego de ser tildados de narcisistas congénitos, de paso ganen puntos mediáticos cual quijotes de una causa “progre”.

La troupe no esconde su oportunismo -tan común en el gremio, también fuera de la ficción, a la hora de asumir el activismo y la filantropía – al viajar de Nueva York a un pueblito perdido de los Estados Unidos en “socorro” de la joven a quien le impiden asistir con su novia al baile de graduación (el famoso y para mí estúpido prom de dos de cada nueve películas de esa nacionalidad), pero luego, of course, sus integrantes serán fieles conversos de tan noble empeño.

Ryan, de Indiana él mismo e igualmente gay, probablemente corporice en Emma su alter ego y la emplee para este discurso reivindicativo en lo concerniente a la identidad sexual de los seres humanos –pertinente en cualquier caso, mas algo anacrónico en la especificad del argumento a estas alturas del campeonato, pienso, por mucho que se focalice en ese radio del Estados Unidos rural y conservador, buena parte en las filias de Trump aunque siempre con sus matices-, teñido con un poco del victimismo/agendismo propio del autor, sus típicas irregularidades narrativas y ese escaso don para la sutilidad marca de la casa. Expresado lo anterior, por ejemplo, en su contraposición de dos mundos: el “progresista” vinculado al cosmopolitismo y el ambiente artísticos de Nueva York, y el “retrógrado”, abiertamente remitido al entorno del interior de la nación: dicotomía planteada de forma bastante esquemática, más bien pueril, en la película.

Ahora bien, pese a lo “solemne” del asunto, lo del tema resulta lo menos determinante en El baile, cuyo centro de atención lo constituye en realidad el componente coreográfico-musical y las interpretaciones, subyugantes, de Corden y la Streep. El primero ha sido denostado, de forma del todo injusta, en los Estados Unidos por la composición de su personaje. Pesan, en realidad, razones extra artísticas (que si es heterosexual y encarna a un homo; que si los gays no son tan afectados…) Leso error, con su intencional tilín extra de plumas y todo El baile ha de verse en gran medida merced a la energía encantadora suya y el refocilante impregnado lúdico que tanto él como su principal compañera de equipo, Meryl, le aportan a sus roles, en base a un relato configurado en igual tono y en virtud de ello disfrutable. La Kidman, en cambio, luce afantasmada en un personaje de peso menor.

Es esta, la cuarta y menos lastimada película de un ambivalente Ryan Murphy siempre mucho mejor en la tele –Nick/Tup, al menos tres temporadas de American Horror Story, Feud– que en el cine, una obra que, pese a los obvios vasos comunicantes con su serie televisiva Glee, constituye empresa de mayor empaque, devenida homenaje directo a la comedia musical cinematográfica clásica más desempaquetada. Esa que, a contrapelo de cuánto podría suponer la observancia de sus codificadas formas, se las arreglaba para hacer de la alegría de vivir razón de ser y nos transportaba a un universo de ritmo, emociones, pasión y colores. Lo de colores, demasiado literal aquí, porque el inefable director, guionista y showrunner suelta en lentejuelas y paletazos de exageración polícroma todo cuanto tiene en su mano de prestidigitador nunca reacio a vociferar tanto sus grandezas como sus debilidades.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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